jueves, 7 de octubre de 2010

MI HOMENAJE A DON VÍCTOR ANDRÉS - HOMENAJE

Por JOSÉ A. DE LA PUENTE Y CÁNDAMO

De El Comercio, 22 de Diciembre de 1966

Con inmensa pena, convocadas por el recuerdo, se agrupan memorias de toda la vida para decir por lealtad y gratitud y como una manifestación externa del dolor, la imagen de Víctor Andrés Belaunde que descubrí desde mis años infantiles en que la vinculación entre nuestras familias me lo presentaba risueño y amenísimo, y que enriquecí en la Universidad Católica y especialmente en los veinte últimos años en el trato diario en el Instituto Riva Agüero, su obra queridísima. En un entretejido aparentemente antagónico al dolor de la pérdida temporal se une la alegría de la esperanza cierta en la resurrección de la carne; y a la muerte de un amigo consecuente y alegre –joven hasta la última hora- la tristeza legítima se alivia al reconocer en su vida la fecundidad de los talentos y la riqueza de una inteligencia que se encarnó con señorío en el amor. La muerte del justo no puede ser triste, nos lo enseña la fe y lo canta la liturgia de la Iglesia.

Vea ahora a Don Víctor Andrés con mayor precisión, que viene del afecto, sin la tangible limitación de la distancia. Lo veo llegar a la Facultad de Letras en su espectacular automóvil gris que conducía con aplomo sin alterar la intensidad y la mímica de la conversación; lo veo en sus clases de filosofía y derecho; lo descubro en la tertulia de los viernes en el Centro Fides; lo imagino cuando “ensayaba” sus discursos y me parece que está en la misma mesa con una taza de té y entre los recuerdos del archivo de límites y textos de Bossuet que tanto amaba, y no olvido sus palabras de esperanza cuando en nombre de la Universidad Católica despidió a Carlos Pareja, a Riva Agüero y al Padre Jorge.

En fin, mi generación universitaria conserva a Belaunde en la íntima entraña de sus nostalgias.

Fue maestro en todos los rincones de su alma y de su múltiple labor sin egoísmo. Enseñó con su vida amor a la lectura que está con él en sus insomnios felices; enseñó del mismo modo, afecto al libro capital que vence al tiempo, y delicado desdén ante los efímeros textos de moda; exhortó diariamente a la fidelidad a la vocación intelectual y al rigor en el método del trabajo, y profesó en su actitud sin rencores –fueron sus palabras en cierta ocasión- la solidaridad en el amor y rechazó la solidaridad en los odios.

Luego de las solemnes ceremonias, después de las legítimas condecoraciones, más lejos de los triunfos diplomáticos y más profundo que la consagración académica, queda de Víctor Andrés Belaunde decantada la sencillez cordial del hombre limpio que vivió la amistad sin excusas ni disimulo, que proclamó su creencia en el Señor sin alarde ni respectos humanos, que encarnó siempre el cristiano y tradicional sentido de familia, y que expresó en fin, con sus libros definitivos, la virtud intelectual que Dios le entregó con largueza.

En la Universidad Católica fue el Instituto Riva Agüero su obra entrañable de los últimos veinte años, cuando dividió su tiempo entre la casa de Lártiga, la ONU, la Comisión Consultiva de Relaciones Exteriores, el íntimo retiro de Chosica y sus proyectos de vital agricultor en Huacho.

Todo en el Instituto Riva Agüero es obra de Don Víctor Andrés, de su vocación de intelectual, de su creencia en el Perú, de su afecto al compañero de generación y de ilusiones. Con diaria constancia y con seguridad en su pensamiento luchó –no sin dificultades- por crear seminarios de investigación donde el alumno ganara libremente certidumbre frente al empeño intelectual y transformara su anhelo juvenil en dedicación permanente; vió con gran alegría cómo la formación de profesores universitarios era constante y cómo la tribuna del Instituto, al lado de la Biblioteca y de las publicaciones de la Casa, era una voz como él la imaginaba siempre, testimonio de seriedad en la vida de la inteligencia y de afirmación de la cultura cristiana y del destino unitario del Perú.

Belaunde gozó en el Instituto Riva Agüero. Lo veo en 1946 en las tareas de reconstrucción y adorno de la casa, en los planes de los primeros seminarios, en la preparación de los programas de becas para los alumnos, y nunca lo olvidaré en el sillón de su despacho en el cual se hermanaban, como en la sobremesa de una gran familia, los serios asuntos académicos, los originales de una próxima publicación, con la visita de un personaje diplomático y con la llegada de una señora sencilla en busca de la recomendación de todos los días. A cada tema le concedía afectuosa dedicación y a todas las personas les mostraba su cariño, su cortesía; le era muy duro decir que no. Buena parte de la biografía de Belaunde queda en su escritorio y en la sala de espera que podría decir mucho de su tomo humano.

Y lo veo seguro y feliz en la tribuna del Instituto al pie del retrato de Riva Agüero y frente a sus amigos Garcilaso, Bartolomé Herrera, y el Padre Jorge; lo veo ahí con sus esquemas y lógica excelentes y con su oratoria que no resistía el apremio del papel, y lo recuerdo cuando visitaba a la Virgen del Rosario antes de llegar a la sala de conferencia siempre con el tono nervioso de creación que vivió en sus manifestaciones intelectuales. De verdad gozaba Belaunde luego de un acto académico al formular la reflexión oportuna, deducir analogías y establecer conclusiones.

Y qué decir del Perú que él nos enseñó en sus libros y en la tertulia frecuente. Para estudiar lo nuestro, hombres de todos los extremos ideológicos necesariamente tienen que acudir a la cantera de doctrina, de erudición y de crítica que se encuentra en los múltiples libros peruanistas de Don Víctor Andrés. Él vivió con gozo la interpretación del Perú como síntesis y afirmación humana. Hispanista, subrayó en el hombre español el sentido del honor y la alegría para encarar la muerte, y defensor de los Incas en Peruanidad enaltece los valores del Imperio Incaico que están presentes en el alma del Perú. Sufría hondamente Belaunde cuando advertía interpretaciones unilaterales y siempre reafirmaba con énfasis orgánico cómo todo el Perú es mestizo y cómo debemos asumir en nuestro afecto los aportes humanos creadores de la nacionalidad.
En su concepción de nuestro país, en el conocimiento de su historia y de su vida, en el cariño a sus tradiciones y a sus formas, en la defensa de los derechos de la República, en su ser completo, íntegro, muéstrase Belaunde como un peruano con todas las consecuencias. Arraigado en la historia y con la mirada alegre cara al porvenir dijo en el siglo XX el entusiasmo frente al ser mestizo que proclamó Garcilaso trescientos años antes; vivió la prestancia académica de Baquíjano y Carrillo, el amor a la naturaleza de Hipólito Unanue, la intensidad vital de Sánchez Carrión o de Vidaurre, la vocación teológica de Herrera, y entendió al Perú con la sonrisa de Palma y la maciza seriedad de Riva Agüero.

En el coloquio inefable de las almas él está muy cerca de nosotros y de sus deudos queridos, y con sus libros y con la prestancia de su ejemplo acompañará a muchas generaciones de peruanos. Él, que amó a Dios y no ocultó su afecto, vive ahora con sus muertos entrañables y sin duda quiere decirnos el bello texto agustiniano: no llores si me amas, si supieras el don de Dios y lo que es el cielo.

LA MUERTE DE UN NOVECENTISTA - HOMENAJE

VÍCTOR ANDRÉS BELAUNDE

Por HUGO NEYRA

De Estampa, suplemento dominical de Expreso, 18 de Diciembre de 1966


Ha muerto Víctor A. Belaúnde. Ha muerto pues, el último de los novecentistas. Destaco este hecho entre otros aspectos que son contingentes a este duelo. Porque el silencio ha descendido no sólo sobre un hombre, sino también, sobre una generación. He aquí, pues, lo esencial y significativo de este acontecimiento con Belaunde se extingue la generación del 900. La generación, es preciso decirlo, que funda el Perú contemporáneo. La historia viva de nuestro tiempo, de la Guerra con Chile a nuestros días, el derrotero intelectual del Perú, moderno, la aparición de toda meditación radical sobre el país, el inicio del ensayo y la reflexión social, en suma, el quehacer de las generaciones siguientes, son el legado que nos dejó la “elite” intelectual del 900.

Así, con los libros de los García Calderón, de Riva Agüero, de Javier Prado, de Encinas y Manuel Vicente Villarán, de V.A. Belaunde, arranca la preocupación por la esencia del país, por el paisaje, por la conquista, por la conquista de nuestra geografía, por el conocimiento de nuestra historia. Son ellos el origen del compromiso. Del arraigo, Fundan los novecentistas, entre nosotros los peruanos, la moderna Historia, la Sociología y la Economía. Preparan el país a las grandes ideas y corrientes del siglo. Esos “profesores de idealismos” que sin embargo, en el Perú actual tan poco se conocen y leen. Son, en suma, nuestros primeros intelectuales. Pero eso no es todo. La obra de los novecentistas no sólo tiene un primado intelectual y magisterial. Ellos están unidos a la raíz y los cimientos del Perú actual. El Perú moderno comienza con los novecentistas. Y el período de apogeo de éstos, entre 1895 y 1919, es decir, entre Piérola y Leguía, coincide también con uno de los períodos más estables y dinámicos de nuestra economía. En esos años se dibuja definitivamente el actual paisaje productor y social del Perú. A este período de auge social y financiero que coincide con el auge intelectual de esta elite, Basadre ha de llamarlo “período de reconstrucción y progreso”. No se puede hacer, pues, ni historia económica ni social, ni trazar el itinerario de las ideas en el Perú contemporáneo sin relevar a Belaunde y a su generación. Ellos marcaron el rumbo cultural del país desde los albores del siglo. El signo de la obra y de la vida de Víctor Andrés Belaunde se explica pues, ubicándolo en el horizonte de esa generación a la que encarnó y prolongó hasta nuestros días.

UNA REPARACIÓN

Esta nota, es también, una reparación. La obra y el valor de esa generación, a excepción de Riva Agüero, no ha sido suficientemente destacada. Se les ignora en nuestras Universidades. Están ausentes en los libros de enseñanza. No existe el estudio, tesis o antología que reúna los textos de estos pensadores, sin cuya obra no se explica la aparición de Mariátegui, Haya, ni todo pensamiento y meditación posteriores.
Bajo las grandes bóvedas de la Biblioteca Nacional de París leí, con doble congoja de peruano y escritor, el admirable ensayo de Francisco García Calderón, “Le Perou Contemporain” (1907) hasta hoy sin traducir. La obra misma de Mariano H. Cornejo, cuyo aniversario se cumple en este año, sus discursos parlamentarios, esos dos tomos de sociología general que dieron lecciones de positivismo desde la Argentina a México, son sólo conocidos por eruditos o curiosos. La misma obra de Belaunde merece ser recopilada. Y aquel admirable ensayo de 1914, “La Crisis Presente”. O “Meditaciones Peruanas”. Sin embargo, ¿por qué este olvido?

1923: LA GENERACION POLÉMICA

Porque los novecentistas fueron víctimas de la querella entre generaciones. El drama y la gloria de este “elite”, se puede resumir en dos frases: señorearon sobre la vida y la cultura peruanas, desde 1895 a 1919. Pero, la llegada de Leguía de un lado, y del otro, la emergencia de la generación de 1923, provocó el desplazamiento, el voluntario exilio, la muerte civil de los positivistas y liberales del 900. El oncenio los desalojó del poder político. La generación de la Reforma Universitaria, el Marxismo, el Apra, Amauta y la CTP, los desalojó del poder político y también del liderazgo ideológico. Lo sabemos, Riva Agüero y Belaunde parten al destierro (1919-31). Pero eso no es todo. Al volver al país una generación iconoclasta, que ha descubierto el poder del sindicato y el valor de la masa, la lógica del marxismo y el sabor de la acción directa, los esperan en las universidades, en las curules, en las calles. Frente a los García Clderón, los riva Agüero, los Belaunde, están los Mariátegui, los Haya, los Sánchez, los Seoane. Es una querella de generaciones, cierto. Pero hay algo más: las de la generación del 23 exagerarán sus méritos y harán olvidar al país los de los que les precedieron. Los arielistas no reconocen el valor de los anatolianos. Y sin embargo…

¡La obra misma de la generación de 1923, la que hoy preside nuestras imágenes, nuestros mitos, nuestra interpretación de la literaria y de la historia peruanas, sólo se entiende como una polémica sin tregua con la sombra de los Novecentistas!

Es Mariátegui respondiendo con sus siete ensayos a Belaunde que publicara en 1917 varios artículos sobre esos mismos temas. Mariátegui, además, es el ensayista de la generación de 1923, que ensaya una interpretación de la realidad peruana, para responder en el plano de la comprensión global del país, o la visión elitaria, positivista y pragmatista de García Calderón. Es Haya que recoge la difusión de las ideas de Rodo, por la unidad de la “América Latina”, hecha justamente por esos profesores de idealismo del 900. Es Basadre, y Porras y Sánchez, continuando los trabajos de Riva Agüero, de Wiesse; es una generación respondiendo a otra. Así, el indigenismo, tiene su origen en los primeros trabajos de Riva Agüero, en los ensayos de Encinas sobre legislación indígena; la cuestión social, que ocupa a los hombres de 23, se preludian en los trabajos de una Manzanilla; la preocupación por la educación, en los de Villarán.

Pero no es la intención de esta nota reivindicar por completo a esa generación. Constato tan sólo a la ocasión de la desaparición de Belaunde, el sino trágico que los rigió y los separó, en parte, del país real y su cultura.

¡BALANCE Y LIQUIDACIÓN!

Es preciso restablecer el equilibrio. El equilibrio roto desde hace años por una actitud batalladora pero parcial, por un libro injusto como el escrito por Luis a. Sánchez, que condensa el humor de esos días: “Balance y Liquidación del 990”. Sin publicar sus obras, sin incorporarlos a nuestra cultura cuotidiana, sin librarnos de los prejuicios que pesa sobre ellos, no es posible reconstruir el cuadro espiritual de la vida peruana de este siglo. Es tiempo que la obra de la generación del 900 emerja de la penumbra. A la cual muy interesadamente la sometió los críticos que llegaron al quehacer peruanista en la altura de los años 23. No fueron ellos, sin embargo, los hombres que crecieron bajo el oncenio, los primeros en intentar la comprensión global, totalizante de la sociedad peruana. A los positivistas, que introdujeron Comte y Spencer, que leían a Tarde y a Wundt, corresponde ese mérito. Nuestros primeros científicos sociales fueron en realidad, los positivistas. Los primeros, no digo que los más acertados. Queda en pie pues la necesidad de una empresa: la reconstrucción del proceso ideológico en el Perú contemporáneo. Entonces, los méritos de V.A. Belaunde y su generación serán más visibles por encima de críticos interesados y de fiebres generacionales.

BELAUNDE: EL ORIGEN DE UNA ESCUELA DE SOCIOLOGÍA PERUANA

Víctor A. Belaunde ha muerto. Y pienso en su generación: el viaje por la Sierra de Riva Agüero; a mula; los ensayos claros, cartesianos, bien dibujados, de García Calderón; la obra del mismo Belaunde, que inicia entre nosotros con criterio realista, la preocupación por el problema indígena (La Realidad Nacional) sus ensayos sobre la clase media, y el estado funcional. Y sobre todo, la búsqueda de las características, escondidas, hondas, de la nacionalidad.

¿No fue Belaunde quien pauteó una posible escuela de sociología peruana al señala que el país era dominado por una “plutocracia costeña, una casta militar y un caciquismo parlamentario”?

-Y confieso hallar, por momentos en esa generación una plenitud de síntesis de la que careció la de los años 1919-31. Generación la del 900 que vivió una altura de los tiempos, una plenitud histórica, de la cual Belaunde desde entonces hasta su muerte, ha dado diario y abrumador testimonio.

Debo decir por último, que la derivación del Maestro hacia los temas internacionales no fue sino una consecuencia de ese exilio del Perú, fruto de esa querella de generaciones. El verdadero Belaunde está en sus libros de ensayo, los de 1914, 1917 y 1931.

LOS NIETOS DEL 900

(Otros hablarán, Maestro, de tu obra de profesor trotamundos, de diplomático, de humanista. Habrá quienes, recordarán al político: desterrado por Leguía, al polemista frente a Manuel Seoane en la Constituyente de 1933; no faltará quienes contarán tus anécdotas. Es inevitable, está dentro de los ritos: saldrá a relucir tu encuentro con Vishinsky en las Naciones Unidas.

-Muchos invocarán –por último-, la amistad que desperdigaste generoso. Nada de esto debe salir en esta nota. Nuestra misma amistad es algo que queda entre tu sombra y mi conciencia.

Pero no es eso lo que interesa. Quizá, te interese ahora que dialogas con las Grandes Sombras saber que por curiosa paradoja los nietos del 900, habrán de leer tus libros. Que quizá así, García Calderón será traducido. Que con la ocasión de tu muerte se levantará el veto a los novecentistas, en la final reconciliación y síntesis que es toda cultura. Que es la cultura del Perú).

VICTOR A. BELAUNDE, MAESTRO DE LA TRASCENDENCIA - HOMENAJE

In Memoriam

Por JOSÉ HERNÁNDEZ DE AGÜERO

La Gaceta, Trujillo, 14 de Enero de 1967; trascrito en Correo, Lima, Domingo 22 de Enero de 1967.


Veinticinco de julio de 1921. No sé cómo sería esa mañana lejana de invierno en el Callao. Me la imagino triste y doliente, con girones de niebla flotando sobre el puerto.

Víctor Andrés Belaunde aguardaba la hora de partir rumbo al destierro. Había cometido el delito de no poner su talento al servicio del gobernante de entonces, quien decretó el exilio. El motivo aparente fue una célebre conferencia en la Universidad de San Marcos, donde el fogoso tribuno arequipeño hizo la defensa vehemente de los derechos civiles.

Apenas tuvo tiempo, en San Lorenzo de escribir apresuradamente unas apasionadas líneas de adiós a Teresa Moreyra y Paz Soldán, quien dos años más tarde se uniría a él, mitigando con amor y abnegación su soledad de exilado.

Nadie puede precisar la medida en que los diez años de destierro, con su secuencia de penurias y tristezas, cambiaron el destino de un hombre eminentemente dotado para servir a su país.

Tal era, sin embargo, su vocación de servir, que colocado en cualquier circunstancia, no podía dejar de cumplirse ese destino. Y se cumplió.

La noche del 16 de diciembre de 1966, casi medio siglo después en aquel mismo puerto que le vio partir en plena juventud, el viejo luchador regresó, por fin, del gran exilio, envuelto su cuerpo en la bandera que tanto amó. El Perú, emocionado, recibió sus restos y por un instante se detuvo también el corazón de la Patria. Con su muerte logró efímeramente, la gran ilusión de su vida: la unión de todos los peruanos.

Extraño país el nuestro que tantas veces en el pasado se permitió la dispendiosa práctica de exilar sus más altas inteligencias, sacrificando su “élite” en el ostracismo.

En cierta forma Víctor Andrés Belaunde siempre fue un exilado. Su prestigio en el país nunca rayó a la altura del que gozaba en el extranjero. Fue solamente hacia el final de su vida, cuando la evidencia de este reconocimiento exterior se hizo abrumadora, que le hicimos justicia en nuestra tierra, en su propia tierra.

De esta manera sólo su muerte pudo romper del todo lo que él mismo denunció como “la confabulación del silencio” en un agudísimo ensayo sobre la psicología nacional que conserva intacta su dolorosa vigencia.

Fue, quizás, su largo apartamiento de estas fuerzas negativas que constituyen gran parte de nuestra idiosincrasia nacional, lo que le permitió alcanzar la plenitud de su personalidad.

Cabe como peruanos preguntarnos en un examen de conciencia sincero y no carente de angustia, ¿cuántas figuras cuajadas de promesas, cuántos destinos se han frustrado entre nosotros por lo que el ilustre desaparecido llamó: “nuestros rencores”, “nuestra reticencia”, “el rumor anónimo”, “la suspicacia sutil”, “el frívolo afán de burla y de cháchara?”.

Víctor Andrés Belaunde puede esperar tranquilo el juicio de la historia. Sus libros, sus innumerables discursos, conferencias y ensayos sobre temas tan variados como correspondía a su talento humanista, son ahora material invalorable a disposición de investigadores y biógrafos del futuro.

Lástima grande que muchos de sus momentos más brillantes se perdieran irremediablemente.

Como buen exponente de la inteligencia mediterránea, gustaba de improvisar teorías en amenas tertulias. Era peripatético y departía generosamente en largas caminatas, deteniéndose para contemplar el paisaje, la belleza de un atardecer, la naturaleza, en fin, que aprendió a amar desde muy niño bajo el fulgor del cielo de su ciudad natal, la Arequipa de su infancia.

En aquellos momentos alcanzaba a menudo una originalidad de pensamiento y una claridad de expresión que, de haber alcanzado la forma escrita, hubieran constituido páginas magistrales de antología.

A veces, en la soledad de Chosica o en el íntimo calor de su biblioteca de Lima, tomábamos conciencia de que no siempre estaría entre nosotros. Sentíamos la necesidad imperiosa de aprovechar plenamente su presencia, con las enseñanzas que podía dispensarnos y los invalorables recuerdos que guardaba en su memoria privilegiada. Le hacíamos entonces preguntas de la más variada índole, como hurgando en aquel archivo viviente que una suerte generosa ponía a nuestro alcance por tiempo limitado. A cada pregunta nos gratificaba con una disquisición en la que ponía idéntico entusiasmo y talento del que hubiera exhibido ante una sala colmada de público.

Difícil será encontrar persona alguna capaz de improvisar una conferencia con la erudición, la maestría del lenguaje y el encadenamiento lógico de los argumentos que desplegaba en tales circunstancias. En el calor de la exposición se revelaba como un actor consumado. Tenía un sentido musical o rítmico del discurso que llevaba del “adagio” al “vivace”, acompasando la palabra con movimientos expresivos de las manos.

En ocasiones se lanzaba en una polémica encendida con algún contrincante imaginario. Adquiría entonces una “terribilitá” de gran intensidad dramática y se esforzaba por expresar una determinación implacable de aniquilar al enemigo. Poseído de una santa ira, lanzaba vituperios pintorescos, los que acompañaba con ademanes contundentes. El presunto contrario simbolizaba para él la maldad, el egoísmo, la codicia, la soberbia, la falta de patriotismo, vale decir todos los vicios y defectos que aborrecía.

Aquello hacía pensar en el noble delirio de Cyrano, evocaba los viejos mitos de la eterna lucha entre el bien y el mal, Ormuz y Ahrimán, San Jorge y el dragón.

Pero muy pronto recuperaba la calma, pues pocas personas habrán tenido más fácil la indulgencia y menos vocación para el odio.

Dijimos que en la noche del 16 de diciembre retornó para siempre a la tierra peruana. Si tratáramos de sintetizar su vida; de expresar en pocos conceptos los afanes fundamentales de su existencia, el día siguiente, en que estuvo de cuerpo presente entre nosotros desde la madrugada hasta el anochecer, nos da la respuesta cabal.

De la casa en San Isidro, donde sus familiares y amigos le velaron, pasó al Instituto Riva-Agüero de la Universidad Católica. De allí a la Catedral de Lima. Más tarde al Ministerio de Relaciones Exteriores y, por último, al bucólico cementerio de La Planicie.

Toda su vida está en este postrer itinerario: su amor a Dios, su vocación de maestro y de humanista; su apasionada defensa de los intereses nacionales y su maravillada contemplación de la naturaleza.

Quiso la tarde en su última jornada revestirse de inusitado esplendor. La púrpura y el oro del atardecer eran las únicas pompas que él amaba.

Y ahora ha entrado para siempre en el recuerdo. Su ausencia ha ampliado prodigiosamente nuestra capacidad de evocación y la memoria se niega, entrañamente, a representárnoslo en sus horas graves o solemnes. Más bien lo vemos en sus momentos íntimos, en sus simples quehaceres cotidianos que revelaban la pureza entrañable de una alma infantil.

Le recuerdo en la soleada calleja de Chosica, volando cometas con sus nietos, ante el asombro de los vecinos que contemplaban su figura patricia compartiendo la ruidosa alegría de los niños.

Le veo en su departamento de Nueva York, a la hora gozosa del desayuno que gustaba de preparar él mismo, haciendo el elogio de la toronja a la que atribuía misteriosas virtudes taumatúrgicas.

Se me aparece en la playa sonora de Guañape, bañado en la luz crepuscular que tanto amaba, desarrollando su teoría del contorno y del confín.

Le recuerdo, nuevamente, por las claras mañanas de Chosica, discutiendo animadamente con las fruteras, en el mercado con sabor aldeano donde solía hacer compras para la casa.

Le veo, finalmente, cruzar el gran parque solitario y escucho el golpe acompasado de su bastón sobre las lajas del jardín familiar al regresar de misa, en actitud meditativa, bajo el recogimiento de la noche estrellada.

Ahora que su ausencia se eterniza, qué tristeza nos da la carta que no le enviamos, el abrazo que no le dimos, la pregunta que no llegamos a formularle, la visita que no le hicimos, el pequeño disgusto que le dimos y la noche aquella que le dejamos solo, a él que no podía vivir sin sentirse rodeado de calor humano.

Durante los últimos años le preocupaba, en veces hasta la obsesión, una teoría suya sobre la trascendencia. Decía que éste sería el tema de su último libro y a menudo se explayaba fervorosamente sobre tal proyecto. Citaba a El greco como el pintor que mejor expresaba en sus lienzos la agonía trascendental y le angustiaba el implacable transcurrir del tiempo ante la obra inconclusa.

Si trascender es dejar detrás de sí el ejemplo luminoso de una vida intachable y fecunda en el esfuerzo creador. Si trascender es haber perseguido sin desmayo ideales de justicia y fraternidad entre los hombres. Si trascender es haber dejado su nombre grabado para siempre en el corazón de sus compatriotas, entonces, maestro bueno y querido amigo inolvidable, aquel libro está escrito y su obra está completa.


VICTOR ANDRÉS VISTO POR SU ÚLTIMO SECRETARIO - HOMENAJE

Por Domingo García Belaunde

De Oiga, 23 de Diciembre de 1966 – Nº 205


Muchas y brillantes páginas se han escrito sobre Víctor Andrés Belaunde, el desbordante y catoliquísimo peruano que, al pie de su sepulcro, mereció de otro patricio nacional, José Luis Bustamante y Rivero, estas palabras que reflejan la perenne juventud de ambos: “Buscaba con angustia en las nuevas técnicas nucleares para descubrir átomos de paz”. Muchas otras y muy sesudas páginas se seguirán escribiendo sobre él. Pero nosotros, para rendirle homenaje, hemos preferido los frescos recuerdos de uno de sus jóvenes nietos, de su último secretario.

Escribir sobre Víctor Andrés Belaunde, en momentos como éste, fresco aún el recuerdo de su silueta familiar, a pocas horas de ver su cuerpo inerte, es tarea dura y difícil. Más aún cuando se pierde no sólo al preclaro humanista, sino al amigo, al consejero, al maestro de toda la vida. ¿Qué agregar a los elogios y valoraciones que, sobre su obra o persona, se escribieron antes y después de muerto? ¿Qué escribir para salir más allá del mensaje lacónico del cable? ¿Con qué título sumarse a las expresiones de duelo de tantas y tan ilustres personalidades? Dejo por un momento el lápiz y abandono una cuartilla pergeñada. Sin embargo, cedo al cordial requerimiento de OIGA.

Me apena no tener más tiempo para preparar con calma algo más amplio y completo. Me siento a la máquina de escribir… Fui uno de sus tantos nietos. Lo ví desde que abrí los ojos y aun inconsciente, balbuceaba cuando aparecía en el marco de la puerta.

Con el correr de los años, trascendí el trato familiar y me interné en los tantos libros que son hijos de su cerebro fecundo. Fue recién entonces cuando empecé con él un diálogo que sólo la muerte ha podido interrumpir.

EN LA INTIMIDAD

En una visita ocasional a Washington, departí con él horas inolvidables. Me sentó cordial en su mesa y fue mi cicerone en la gran capital americana. Más tarde, lo acompañé varias noches en su retiro chosicano. En esos días, leía las obras póstumas de Ortega y Gasset. La última vez que lo ví en Chosica, este invierno, repasaba sin cesar el Fausto, sentado al pie de una inmensa palmera que le dio sombra por tantos años.

En el Instituto Riva Agüero, al que siempre asistía, cuando estaba en Lima, me hizo su confidente de tantos recuerdos y decepciones, que algunas veces pienso que su jovial optimismo era realmente un producto heroico. Los domingos venía con frecuencia a almorzar a mi casa. Y últimamente redoblaba su interés, pues ese mismo día venían mi cuñado y mi hermana. Ambos traían el primero y único biznieto que tuvo en vida.

Cuando venía a la casa, generalmente lo recogía. A la una de la tarde tomaba el carro y me dirigía a su casa del Pilar. Él ya estaba en la puerta esperándome. Si era invierno, no abandonaba nunca su abrigo y boina.

En verano, usaba ternos claros y juvenil camisa sport. A veces, el tránsito me impedía llegar a la hora señalada. Me recriminaba cordialmente: “La puntualidad es la cortesía de los reyes”. Y agregaba: “La brevedad es la cortesía del orador, y la claridad la es del filósofo”. Era un conversador eximio. Los días que pasé en Chosica con él, salíamos a pasear en las mañanas por el Parque Central. Comprábamos un queso especial, que era el deleite de su mesa. Después la necesaria lectura de los periódicos del día “con ira e indiganzione per la falsa informazione”, según acostumbraba decir. Seguían lecturas interminables, apuntes en su diario, y una caminata antes del almuerzo.

“Vamos a hacer un diálogo socrático”, me decía. Pero la verdad es que terminaba en monólogo y yo, al final, asentía al igual que los interlocutores del filósofo ateniense.

Lo gocé también en verano, cuando pasó quince días con nosotros en un balneario del sur. Gustaba de pasear a la hora del crepúsculo. Y comenzaba entonces a jugar con las palabras… los esdrújulos y las apotegmas. Era un fisonomista innato. Tenía el don de conocer a las personas con sólo un breve trato. Aun en su recia ancianidad, gozaba haciendo planes para el futuro.

Tenía un fino sentido del humor aplicado en cada ocasión. En cierta oportunidad se levantó alegre de nuestra mesa, tras un simpático almuerzo, y nos dijo: “No existe corazón más agradecido que el que palpita sobre un estómago lleno”. Nos contaba también, que un conocido intelectual peruano le mostró en una reunión cierta antipatía. Él respondió: “Mi amigo, ante Dios uno es lo que es. Mucho menos, por cierto, de lo que uno cree, pero infinitamente más de lo que creen sus injustos detractores”. La clasificación que hizo de los discursos en la Asamblea de las Naciones Unidas se hizo proverbial. Se la escuché varias veces: speechs to listen (discursos para ser escuchados) speechs to answer (discursos para ser respondidos) speechs to sleep (discursos para dormir) and speechs to walk out (y discursos para salir corriendo).

Cierto día, en pleno centro de Lima, divisé a Martín Adán. “Soy nieto de Víctor Andrés” le dije. Se acordó rápidamente de mí. Días antes, Juan Mejía Baca me lo había presentado en su librería. Metió la mano en el bolsillo y extrajo un ejemplar de “La piedra absoluta”. Sacó un lapicero y garrapateó: “El primer ejemplar que he recibido, en justa retribución al primer ejemplo que he recibido, en lo del escribir, que es vivir.

A Víctor Andrés Belaunde, gran escritor…”
“Se lo da Ud. a Víctor Andrés apenas lo vea” me dijo cordialmente.

Durante los últimos tiempos, estuvo cerca de nosotros mi hermano José Antonio. Con un pie en el avión, nos regaló un ejemplar de “20 años de Naciones Unidas” con la siguiente dedicatoria: “A mis nietos Domingo y José Antonio, colaboradores de mi crepúsculo”.

“PERÚ VIVO”

Mi última experiencia con mi abuelo está relacionada con el libro que redactó especialmente para la Biblioteca de Perú Vivo, que es sin lugar a dudas, el último que escribió en vida. (Exceptúo por cierto el prólogo que LIFE le pidió para el libro en preparación sobre América Latina). Mi buen amigo Mejía Baca, en una de mi contínuas visitas a su librería, me comunicó su proyecto de PERÚ VIVO. Ya había hablado con mi abuelo, pero al parecer sin mayores logros.

Me apresuré a escribirle a Nueva York, urgiéndola el cumplimiento de su compromiso. Le expliqué la importancia del libro. Me contestó diciendo que estaba viejo y cansado que no podía hacerlo. Yo le dije –en elogio que le gustó mucho- que él era como el Fénix de la Fábula, siempre renaciente. A su regreso a Lima, me propuse hacerle escribir el libro. Hasta que por fin un día me llamó por teléfono y me comunicó que se iba a su chacra en Huacho para redactar los originales. A la semana estaba ya de vuelta, y empezamos la redacción final. Durante veinte días estuve sentado al pie de la máquina de escribir en su “torre de papel” de 9 a 1 pm. Era difícil en realidad tomarle el dictado. El rodillo se atracaba, pero las ráfagas verbales de mi abuelo no se hacían esperar. Y como si fuera poco, matizaba con citas en latín y frases en francés e inglés. En esos días que tuve el privilegio de verlo trabajar intelectualmente, conocí de cerca su memoria prodigiosa, su asombrosa vitalidad, su bondad infinita. Su corazón era en realidad de una generosidad sin límites. “Si hubiera sido mujer, no habría sabido decir no”, decía con frecuencia. Subía a su escritorio después del desayuno, en pulcro saco de fumar, pantalón sport y zapatillas. Recién afeitado, inauguraba la mañana con una broma o comentario ameno. Luego se sumergía en su trabajo. No podía estar sentado mucho tiempo. Se paseaba inquieto por toda la habitación, mientras me dictaba de memoria todo el libro. Revisaba y ordenaba continuamente los dilatados estantes de su frondosa biblioteca. Repasaba sin cesar sus manuscritos, corrigiéndolos continuamente, para evitar toda posible ofensa. Me enseñaba su nutrido epistolario, sus obras inéditas (El Protocolo de Rio de Janeiro, Sánchez Bustamante Polo, informes y dictámenes, Relaciones con el Brasil, Relaciones con Colombia, la Conferencia de Caracas, etc.) en fin, -¿por qué no decirlo?- rompía sin cesar papeles comprometedores. Me consiguió una preciosa foto neoyorquina, que la habilidad de Pestana ha perpetuado en el libro de PERU VIVO. Preparé con sus propios ejemplares, la biobibliogafía que aparece al final del volumen, sin contar por cierto los prólogos y artículos sueltos. Me dictó una serie de cartas, entre ellas, una a Juan David García Bacca, agradeciéndole el envío de una lograda Antología del filósofo español. Me dio siempre la impresión que en la vejez le vino nostalgia por los estudios filosóficos puros, en contraste con la filosofía aplicada al Perú, que fue tema central de su vida. Le copié también a máquina un ensayo que tituló: “Ante la noche” que por razones que ignoro, no quiso publicar en PERÚ VIVO. Era un texto filosófico de notable profundidad, que traslucía sus últimas inquietudes. Este ensayo trataba sobre lo que gustaba llamar “antropología de la trascendencia”, en la que comentaba su teoría de la maldición implícita del poder, uno de los temas que más le obsesionó en los últimos años. Con humildad poco frecuente, me confesó cierta vez que su filosofía no era más que “un eco simpático de San Agustín”. Mucho me temo que no haya llegado a darle el toque final.
Igual puedo decir de otra conferencia suya, “La utopía y el sentimiento de lo invisible” (1929) que dio en La Habana y que tuvo como oyente en primera fila, al ilustre José Ferrater Mora. Este año, poco antes de su partida a Nueva York, se la pedí para publicarla en el Mercurio Peruano. Se negó. No volví a insistir.

BELAUNDE, MARIÁTEGUI Y RIVA AGÜERO

Quisiera aprovechar esta oportunidad para destacar el aspecto político en la obra y la actividad de mi abuelo. Respecto a Riva Agüero, a quien unió fraterna amistad –nutrida por los contrastes, según escribió- es preciso puntualizar su situación. Si Mariátegui representa la izquierda, Riva Agüero es sin lugar a dudas el ideólogo de la derecha. Belaunde pertenece, como el mismo se definiera en el seno de la Constituyente, al centro. Sólo así se explica su actitud cordial y comprensiva en su polémica con Mariátegui, en contraste con el fuste lapidario de Riva Agüero. La actitud del Mercurio Peruano, revista que fundó en 1918 y dirigió hasta su muerte, fue también de sincera simpatía hacia el escritor socialista, lo cual no invalida la crítica serena y objetiva. Así lo reconoció el mismo Mariátegui, cuando escribió a Raúl Porras (entonces encargado del Mercurio) en carta del 21 de setiembre de 1929: “La indiferencia con que la crítica de Lima ha recibido hasta hoy mis “7 ensayos”, cuya aparición sólo ha sido señalada hasta hoy en periódicos o revistas de aquí por atentas notas de Ud., Luis Alberto Sánchez y Armando Herrera, es una razón más para que yo me siente reconocido a “Mercurio Peruano” que tan deferentemente ha querido llamar la atención de su público sobre lo que en el extranjero se ha escrito sobre mi libro”. El texto parcialmente trascrito, no requiere mayor comentario.

Mi abuelo, antes de morir, se preocupó mucho por reeditar sus principales obras. Siempre tuvo la impresión que en lo esencial su mensaje no había sido comprendido. Me dijo alguna vez: “Espero que cuando muera se forme una gran corriente a mi favor”.

Su vasta producción bibliográfica alcanzó una multitud de temas: Religión, Derecho (en especial el Constitucional y el Internacional) Filosofía, Política, Sociología, Historia.

Queda aún por hacer sobre cada uno de estos aspectos un estudio sereno y objetivo. La hora de la revisión crítica llegará. No adelantemos los relojes. Pero, por encima de cualquier estimativa, quedará siempre de cuerpo entero, la sinceridad indesmayable de sus convicciones y su amor apasionado a la patria.
Lima, 20 de diciembre de 1966

REQUIEM PARA VÍCTOR ANDRÉS BELAUNDE - HOMENAJE

Por ENRIQUE CHIRINOS SOTO

(*) De Correo, 18 de Diciembre de 1966

La vida de Víctor Andrés Belaunde estuvo permanentemente presidida por el signo de fecundidad.

Hubiera podido decir, como Rubén:
“Y la primera ley, creador: crear. ¡Bufe el eunuco! Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho en cinta”.

Él tuvo encinta siempre a la musa de la elocuencia. Alguna vez acompañé a Belaunde, a las afueras de Nueva York, para que le impusieran un doctorado honoris causa en una universidad anglicana. Era a la sazón Presidente de las Naciones Unidas. Le tocó hablar en la capilla. Se expresó en inglés. No podía decirse que el tema señalado fuera particularmente ameno: los problemas y las perspectivas del máximo organismo mundial. Pero él tenía la virtud de animar las palabras con el gesto vivaz y con los ojos soñadores y profundos. El idioma de Shakespeare, en definitiva extraño, adquiría, en la versión de Belaunde vivacidad meridional. Lo escuchaba un auditorio juvenil y recogido. A la mitad y al final del discurso, estallaron los aplausos. Nunca antes en cincuenta años de historia, se había aplaudido a nadie en la severa capilla episcopal, según informó el asombrado Rector a los amigos peruanos que rodeábamos al Maestro.
Tanto como las ideas lo entusiasmaban las palabras. Ya he tenido oportunidad de decir que, para él como para Ortega, las palabras valían no por sí mismas sino en cuanto fuesen logaritmos de conceptos. Vivía, con fruición lúdica, en una especie de orbe intelectual aparte, emparentado con el juego de abalorios de la novela de Hermann Hesse. Era un atleta infatigable del pensamiento: y, si conseguía ensartar palabras en la sonoridad de una frase redonda y, en lo posible paradójica, que él elevaba de inmediato a la categoría de apotegma, entonces su deleite llegaba al máximo.
De vuelta de uno de sus últimos viajes, contaba en Lima que, comensal en un banquete en Nueva York, le había tocado pronunciar el primer brindis como al más antiguo de los diplomáticos presentes. Empezó con estas palabras: “The right of seniority is the only right that is excercised with regret”, lo que libremente traducido al español, podría significar: “La preminencia que dan los años es la única que suele ejercerse con pesar”.

En otra ocasión, fue asediado por una periodista noruega. La bella dama quería entrevistarlo y, además ejercer con él alguna forma fascinante de la coquetería nórdica. Como dramático resumen del conflicto, en Víctor Andrés perenne, entre su fuego de varón entero y su sentido religioso del pecado, me dijo este apotegma: “He descubierto que la fidelidad conyugal es más difícil de sobre llevar que el celibato eclesiástico”. El Maestro me perdonará la travesura de esta infidencia.
Era millonario de teorías. De las mujeres, acostumbraba decir que se dividen, zoológicamente, en gatas y gacelas. Gata es la que acomete; gacela es la que huye. La mejor es aquella que, siendo gacela en lo esencial, tiene un elemento indispensable de gata. Respecto de la política, acuñó una enérgica definición quevediana: “el poder es lujuria sin orgasmo”. Inventó una teoría gramatical sobre el uso peyorativo del plural, que en cierta ocasión expuso en Madrid ante el regocijo de los académicos de la lengua.
El singular, decía, es noble en español, en tanto que, con el plural, las palabras se plebeyizan. Así, por ejemplo, la Verdad es Dios mismo, pero verdades son las que se dicen las comadres. Así, el honor es virtud cardinal del alma, pero honores son las condecoraciones y medallas. Y, a propósito del parentesco que pueden tener el inglés y el castellano, al través del latín, observaba que, en inglés, curiosamente, a los heridos los llaman injuriados; a los enamorados, los llaman infatuados; y a los pródigos, los llaman extravagantes; y así sucesivamente.
De la teoría, se elevaba, en brazos de la inspiración fantástica, como un patriarca bíblico, a la leyenda. Yo no sé si ha llegado a escribir la leyenda de la maldición implícita. En todo caso, oralmente la narró muchas veces. La esencia del argumento es esta: en el Paraíso Terrenal, después de la caída, Dios condenó al hombre a ganar el pan con el sudor de la frente; y a la mujer, a parir con dolor. Ambas maldiciones explícitas han sido levantadas. La del trabajo, por el milagro de la civilización. La de la preñez por la recompensa inefable que representa, para la recién parida, el hijo que es carne de su propia carne. He aquí, sin embargo que el dolor no desaparece de la historia de la humanidad. Hay que pensar, por lo tanto, que además de las maldiciones explícitas, ya levantadas, Jehová descargó una maldición implícita, que todavía padecemos. Esa maldición no es otra que la de haber condenado al hombre a ser gobernado por el hombre. En una palabra: haberlo condenado a la política.
Orador por sobre todo y, además, historiador, jurista, filósofo, sociólogo, diletante en el mejor sentido de la palabra, abierto a todas las inquietudes posibles del alma, a todos los placeres del espíritu y de los sentidos, a la buena mesa, al humo del cigarrillo, al dorado vino de Andalucía, al rojo vino de Francia, a la lectura, a la tertulia, me parece, empero, que no lo rondó nunca la musa de la inspiración poética. Si hubo encuentros casuales, no produjeron resultados duraderos ni, en su propia estimativa, dignos de elogio o de recuerdo. No obstante, gustaba intensamente de la poesía. Entre picaresco y melancólico, repetía un dístico que, por fin, nunca supe si era suyo o de Bossuet:

“Por le passé, pas de regrets;
Por l’avenir, pas d’illusions”.

Me atrevo a traducirlo de este modo:

“Para el pasado, ninguna lamentación; por el porvenir, ninguna ilusión”.

Enamorado de Rubén, como todos los hombres de su generación y como todo el que conoce de poesía castellana, citaba de memoria el célebre pasaje del Coloquio de los Centauros:

“Ni es la torcaz benigna ni es el cuervo protervo;
Son formas del enigma la paloma y el cuervo”.

Protervo es un adjetivo ciento por ciento rubendariano: Protervo –“pájaro protervo”- vuelve a llamar Rubén al mismo cuervo en el hermosísimo Responso a Verlaine. Además de conjugar misteriosa y conceptualmente, la palabra “cuervo” y la palabra “protervo” llevaban a Víctor Andrés al delirio. Por eso, puso el nombre de “protervia” –La Protervia- a la peña intelectual que él presidió en Lima en sus años mozos.
No creo, en cambio, que la poesía de César Vallejo se acomodase a su sensibilidad. Pero le profesaba un profundo respeto.

Alguna vez conseguí convertir ese respeto en entusiasmo, lo que en el caso de Víctor Andrés no era tarea de romanos, recitándole las estrofas vigorosas y marciales del Himno a los Voluntarios de la República:

Miliciano de España,
Voluntario de huesos fidedignos,
Cuando marcha a morir tu corazón,
Cuando marcha a matar, con su agonía mundial,
No sé, verdaderamente, qué hacer, dónde ponerme,
Corro, escribo, aplaudo…

Desconfiaba del arte nuevo. O del arte novísimo. Olfateaba el contrabando. “Tengo la impresión –me decía- de que Picasso se burla de nosotros”. Significativamente, acabo de leer que, en opinión del crítico de arte de “The Times” de Londres, la obra de Picasso, de treinta o cuarenta años a esta parte, es una broma deliberada, con excepción de cuadros como “Les Demoiselles d’Avignon” o “El Bombardeo de Guernica”. El descubrimiento de esta coincidencia de pareceres ahora me entristece porque no podrá ya nunca, en este mundo, comunicárselo al Maestro.

A propósito de pintura, no conozco ejercicio intelectual más extraordinario que el de visitar, por ejemplo, del brazo de Víctor Andrés, el Museo Metropolitano en Nueva York. Delante de cada obra maestra, podía pronunciar un discurso. Delante de un bellísimo cuadro de El Greco –un Cristo que apenas carga la cruz como una pluma, y tiende hacia el cielo los ojos inmensos, los ojos inmensamente dolorosos- podía derramar y hacer derramar lágrimas. La espiritualidad castigada, atormentada y a la postre sensual de El Greco, como la de San Juan de la Cruz, lo conmovía particular y poderosamente.

En Nueva York, hace años, compartí con él una habitación a lo largo de semanas. Enemigo de la televisión, del cinema, de todos los agente de la barbarie contemporánea, transigía con la radio como vehículo de noticias y de buena música. “Me acuesto con Bach; me levanto con Beethoven”. Ese era su lema en lo musical. En lo periodístico, lo homologaba con el siguiente: “Me acuesto con el Herald; me levanto con el Times”.
Se iba a la cama muy temprano. Dormía con la facilidad de un niño. Ero se despertaba a las tres o cuatro de la mañana para la lectura cotidiana de San Agustín o de Pascal. A las siete, debajo de su abrigo, acudía a San Patricio para recibir la comunión. Ni los cuidados de su cargo ni la enfervorizada preparación de sus discursos, le disminuyeron nunca las ganas de organizar un buen desayuno a base de huevos revueltos y sazonados por él mismo y de “corn flakes”.
Yo no puedo, por lo menos no podría ahora, decir el elogio del hombre público; del diplomático que se quemó las pestañas en todos nuestros pleitos de límites; del político que sufrió destierro a todo lo largo de la dictadura de Leguía; del parlamentario que contribuyó, con el que más, a la Constitución que nos rige. No. Con Víctor Andrés, he perdido al primero de mis maestros, al mejor de mis amigos, al hombre a quien más quise, después de mi padre.
En la generosidad de su afecto, me confundía a mí con mi padre, al extremo de que nunca pudo llamarme por mi nombre sino por el patronímico de mi padre –Carlos- con quien lo unía, desde la Arequipa de su infancia, una fraterna amistad.
Como no puedo eludir la obligación periodística de escribir sobre Belaunde he tenido que cumplirla desde la ventana de mi más acongojada y traspasada intimidad.
Para despedirme hoy de Víctor Andrés, me vienen a la memoria las palabras que, en ocasión semejante, usó Manuel Machado para despedirse de Rubén:

Como cuando viajabas, maestro, estás ausente
Y llena está de ti la soledad…

¡CUÁNTO LO SIENTO, MAESTRO!

Por LUIS FELIPE ANGELL

De Correo, 15 de Diciembre de 1966

Lo imagino dormitando su muerte con la misma placidez que le reflejaba el rostro cuando, entre los discursos interminables y el aire caliente de los salones herméticos, cedía a la fatiga su atinada vigilia de hombre inteligente y navegaba una siesta, imperceptible tras el rostro senatorial y el adusto gesto acumulado en los dos informes bosques de sus cejas.

Imagino su dinámico brazo pedagógico, muerto con él al movimiento y al trazo de invisibles argumentos en el aire; batuta del índice arrugado con que dirigía la amena partitura de su conversación, torrencial y magnífica; mano cordial la suya, que transmitía, en el saludo o la palmada, un oportuno poco de su optimismo y de su humana cordialidad.
La noticia de su muerte me lo llena de vida en el recuerdo y encadena, caprichosamente, uno con otro, los heterogéneos episodios que a lo largo de varios años me tocó vivir a su lado. Desde que me nombró su “cuasi-secretario” en la Universidad Católica hasta que nos vimos, por última vez, hace poco tiempo, en una calle de Lima. Fui su Secretario Privado –yo tenía 23 años- en la Cancillería y me llevó a las Naciones Unidas, como Secretario de la Delegación del Perú, para que “aprendiera cuál es la forma correcta de no pronunciar un discurso”.

Hablar de su inteligencia es caer, ya –ahora más que nunca- en un lugar común. Era deslumbrante, de una formidable capacidad mímica para reforzar el argumento o robustecer la anécdota. Su memoria electrónica escapa a toda ponderación y todavía recuerdo el impacto que hizo en el canciller colombiano Zuleta Angel, cuando le ganó una discusión jurídica citándole –de memoria y al pie de la letra- párrafos interminables de la Constitución vecina. ¿Qué cosa, en el orden formal del conocimiento, la experiencia, la calidad y su trascendencia en el alto plano cultural de nuestro país, quedará sin señalarse, ahora cuando se ha inscrito en la muerte y comienza a cobrar formas en el bronce?

A mí, cuando muchacho, recién iniciándome en la carrera diplomática, me tocó recoger aspectos de su vida personal y propia, donde pude conocerlo más allá de la periferia absolutista y egocéntrica de su carácter. Tenía un formidable sentido del humor, una gran capacidad para comprender las fallas ajenas y un amor a la vida que trascendía la suya propia y llegaba hasta las más increíbles preocupaciones. Recuerdo particularmente una noche de invierno, en Nueva York. Un diálogo de esa tarde con Vishinsky, Presidente de la Delegación Soviética, lo había mortificado al extremo de llamarme para que lo acompañara a “dar una vuelta”. Recorrimos diez o doce cuadras de la Quinta Avenida y regresábamos por Park Avenue, hacia el Hotel Ambassador, en que se alojaba, cuando encontrábamos una paloma con el ala rota. Ya han pasado diecisiete años pero todavía ahora, mientras escribo estas líneas (pocos minutos después de conocer su muerte) lo estoy viendo quitarse la bufanda, envolver con ella al animalito y entrar en el hotel preguntando por una clínica veterinaria, para llevarlo.

Ya era entonces un hombre maduro y casi viejo, pero ahora lo recuerdo curiosamente moteado de gestos infantiles. Tenía la poco frecuente habilidad del diálogo polifacético, que lo hacía atractivo y ameno interlocutor para todo el mundo. A veces sugería, con la cordial o inteligente presencia de Manuel Félix Maúrtua, que tomáramos un “milkshake”, puntualizando que él no tomaría de chocolate… Cierta vez lo vi enfrascarse en una larga discusión sobre las ardillas con un niño de diez años, al que dejó deslumbrado, un poco por sus conocimientos sobre el tema y otro poco por la forma tan particular que tenía de hablar inglés.

En las Naciones Unidas se le estimaba y consideraba con gran afecto. Hasta su viejo problema con Vishinsky, cuya trascendencia y violencia alcanzó las primeras páginas de los diarios, culminó en un almuerzo al que me cupo asistir y donde el enigmático embajador soviético terminó abrazándolo y ofreciéndole su amistad. Es muy difícil y hasta innecesario juzgarlo a través de una luz imparcial, porque él dejaba una huella cordial y grata por donde pasaba. Tenía, como dijo alguna vez el embajador Luis Fernán Cisneros, que estaba con nosotros, “material para diez conversaciones simultáneas”. Yo diría que, además, era un hombre profundamente bueno y en el calificado sentido de la palabra. Oficialmente, ha muerto uno de los más brillantes internacionalistas del Perú y de América. La noticia dará la vuelta al mundo por los grandes valores propios que con él mueren. Perdemos un hombre muy valioso, un patriarca de la diplomacia, un ex Ministro y un ex Presidente de las Naciones Unidas. Es cierto que su fallecimiento representa una pérdida al país en diversos campos pero fundamentalmente, en lo que atañe al derecho internacional.

Pero en lo atañente al pequeño grupo de estudiantes que lo acompañó desde la Universidad Católica hasta la Cancillería; de ese pequeño grupo en el que sembró raíces hondas de afecto y admiración, y del que fue –al mismo tiempo- un amigo, un profesor y, en cierto modo un padre, su desaparición se envuelve en un halo de pesada nostalgia y la profunda huella que su personalidad y sus enseñanzas dejaron en nosotros, cobra vida en este recuerdo cálido con que se inaugura su muerte.

¡Cuánto lo siento, Maestro…!

DON VÍCTOR ANDRÉS Y YO - HOMENAJE

DON VÍCTOR ANDRÉS Y YO

Por Ciro Alegría

De Expreso, 19 de Diciembre de 1966

El título de esta crónica quizás parezca demasiado presuntuoso. Confieso que me acojo a él para establecer una delimitación necesaria. De otro modo no podría escribir hoy sobre don Víctor Andrés Belaunde, cuyo fallecimiento lamenta la nación. Sus actividades fueron tan múltiples, su actuación tan fecundamente prolongada, (inició su carrera diplomática y literaria antes de que yo naciera), que no me sería posible enjuiciarlo con pleno conocimiento.

Mi ausencia de veinticinco años en el extranjero me impidió, además, leer y observar con la debida atención en todos los casos. Al regresar, para ponerme al día en materia de lecturas solamente, el tiempo me ha resultado corto. Es así como debo escribir acerca de don Víctor Andrés Belaunde en relación conmigo. Mi homenaje será también, aunque fragmentariamente, el testimonio inicial de un escritor de mi generación.

El año 1960, al poco tiempo de haber regresado al Perú para quedarme, fui elegido miembro de la Academia Peruana de la Lengua, correspondiente de la Española, institución de cultura que don Víctor Andrés presidía con acierto y prestigiaba con su nombre de escritor sumamente diestro. Me dirigió entonces una elogiosa nota comunicándome la designación e invitándome a las sesiones. Así lo hice y pude conocer, personalmente, a un anciano de muy avanzada edad que no había mellado su corazón animoso y cuyo pensamiento claro dominaba los más variados temas, discurriendo con verbo fácil y elegante dentro de su sencillez. Era también propenso al humor. Diré mejor que su pensamiento severo a menudo sonreía.

En la Academia de la Lengua, la vasta cultura y la múltiple inquietud intelectual de don Andrés, determinaban que se hablara de todo y no sólo de problemas relacionados con el idioma y la vida institucional. En los últimos tiempos, estaba muy empeñado en que la Academia publicara una serie de clásicos peruanos, comenzando por el Inca Garcilaso. Y así se encontrara en el fin del mundo debido a su actividad diplomática, regresaba siempre a Lima para celebrar con la que “limpia, fija y da esplendor” el día de Cervantes.

A poco de conocernos, me dijo se sopetón: “¿Qué le parece lo que digo sobre Ud. en Peruanidad?”. Admití que no conocía tal libro. Me leyó entonces la siguiente página: “En la Realidad Nacional hicimos una simpática apreciación de la obra de Mariátegui que, es justo reiterar ahora en lo que ella tiene de sinceridad. Pero los marcos y las teorías de influencia marxista no son lo importante en la obra de Mariátegui. Su aporte de valor permanente es su aguda presentación de muchos aspectos de la realidad peruana, sus observaciones e intuiciones concretas y su orientación a la vida nacional en la cual no puede negarse el valiosos antecedente de García Calderón, Riva Agüero y, en general, de la generación novecentista. Las novelas de Ciro Alegría, sobre todo El Mundo es Ancho y Ajeno, dieron respuesta a un anhelo nuestro expresado al final del capítulo de réplica a Mariátegui sobre nuestra evolución cultural: el surgimiento de una obra que recogiera el mensaje de la tierra y el grito de dolor y protesta de la raza aborigen. En estilo cuya modernidad y peruanismo no ahoga las nobles esencias hispánicas, Ciro Alegría ha pintado de un modo magistral e impresionante no sólo magníficos cuadros de nuestros paisajes sino también escenas profundamente representativas de la peculiar vida peruana. En la emoción de la tierra de la raza palpita un aliento de poseís en que se funden el sentimiento telúrico, la nostalgia adolorida y el ansia de infinito del hombre andino”.

Le agradecí sus elogiosos conceptos y luego nos enfrascamos en una discusión larga, un tanto aguerrida y siempre amena. “¡Vaya, Ud. Es un doctor en peruanidad!”, me dijo en cierto momento. No pudimos ponernos de acuerdo en muchos puntos, pero la ponderación que empleaba al discutir y la forma honrada con que admitía algunos ajustes de cuentas a las conservadores del país (Belaunde se decía “conservador democrático”) me hicieron apreciarlo grandemente.

Con el tiempo y a medida que lo fui conociendo más, el aprecio se volvió admiración por el escritor que sostenía con indeclinable honradez sus ideas.