jueves, 7 de octubre de 2010

VICTOR ANDRÉS VISTO POR SU ÚLTIMO SECRETARIO - HOMENAJE

Por Domingo García Belaunde

De Oiga, 23 de Diciembre de 1966 – Nº 205


Muchas y brillantes páginas se han escrito sobre Víctor Andrés Belaunde, el desbordante y catoliquísimo peruano que, al pie de su sepulcro, mereció de otro patricio nacional, José Luis Bustamante y Rivero, estas palabras que reflejan la perenne juventud de ambos: “Buscaba con angustia en las nuevas técnicas nucleares para descubrir átomos de paz”. Muchas otras y muy sesudas páginas se seguirán escribiendo sobre él. Pero nosotros, para rendirle homenaje, hemos preferido los frescos recuerdos de uno de sus jóvenes nietos, de su último secretario.

Escribir sobre Víctor Andrés Belaunde, en momentos como éste, fresco aún el recuerdo de su silueta familiar, a pocas horas de ver su cuerpo inerte, es tarea dura y difícil. Más aún cuando se pierde no sólo al preclaro humanista, sino al amigo, al consejero, al maestro de toda la vida. ¿Qué agregar a los elogios y valoraciones que, sobre su obra o persona, se escribieron antes y después de muerto? ¿Qué escribir para salir más allá del mensaje lacónico del cable? ¿Con qué título sumarse a las expresiones de duelo de tantas y tan ilustres personalidades? Dejo por un momento el lápiz y abandono una cuartilla pergeñada. Sin embargo, cedo al cordial requerimiento de OIGA.

Me apena no tener más tiempo para preparar con calma algo más amplio y completo. Me siento a la máquina de escribir… Fui uno de sus tantos nietos. Lo ví desde que abrí los ojos y aun inconsciente, balbuceaba cuando aparecía en el marco de la puerta.

Con el correr de los años, trascendí el trato familiar y me interné en los tantos libros que son hijos de su cerebro fecundo. Fue recién entonces cuando empecé con él un diálogo que sólo la muerte ha podido interrumpir.

EN LA INTIMIDAD

En una visita ocasional a Washington, departí con él horas inolvidables. Me sentó cordial en su mesa y fue mi cicerone en la gran capital americana. Más tarde, lo acompañé varias noches en su retiro chosicano. En esos días, leía las obras póstumas de Ortega y Gasset. La última vez que lo ví en Chosica, este invierno, repasaba sin cesar el Fausto, sentado al pie de una inmensa palmera que le dio sombra por tantos años.

En el Instituto Riva Agüero, al que siempre asistía, cuando estaba en Lima, me hizo su confidente de tantos recuerdos y decepciones, que algunas veces pienso que su jovial optimismo era realmente un producto heroico. Los domingos venía con frecuencia a almorzar a mi casa. Y últimamente redoblaba su interés, pues ese mismo día venían mi cuñado y mi hermana. Ambos traían el primero y único biznieto que tuvo en vida.

Cuando venía a la casa, generalmente lo recogía. A la una de la tarde tomaba el carro y me dirigía a su casa del Pilar. Él ya estaba en la puerta esperándome. Si era invierno, no abandonaba nunca su abrigo y boina.

En verano, usaba ternos claros y juvenil camisa sport. A veces, el tránsito me impedía llegar a la hora señalada. Me recriminaba cordialmente: “La puntualidad es la cortesía de los reyes”. Y agregaba: “La brevedad es la cortesía del orador, y la claridad la es del filósofo”. Era un conversador eximio. Los días que pasé en Chosica con él, salíamos a pasear en las mañanas por el Parque Central. Comprábamos un queso especial, que era el deleite de su mesa. Después la necesaria lectura de los periódicos del día “con ira e indiganzione per la falsa informazione”, según acostumbraba decir. Seguían lecturas interminables, apuntes en su diario, y una caminata antes del almuerzo.

“Vamos a hacer un diálogo socrático”, me decía. Pero la verdad es que terminaba en monólogo y yo, al final, asentía al igual que los interlocutores del filósofo ateniense.

Lo gocé también en verano, cuando pasó quince días con nosotros en un balneario del sur. Gustaba de pasear a la hora del crepúsculo. Y comenzaba entonces a jugar con las palabras… los esdrújulos y las apotegmas. Era un fisonomista innato. Tenía el don de conocer a las personas con sólo un breve trato. Aun en su recia ancianidad, gozaba haciendo planes para el futuro.

Tenía un fino sentido del humor aplicado en cada ocasión. En cierta oportunidad se levantó alegre de nuestra mesa, tras un simpático almuerzo, y nos dijo: “No existe corazón más agradecido que el que palpita sobre un estómago lleno”. Nos contaba también, que un conocido intelectual peruano le mostró en una reunión cierta antipatía. Él respondió: “Mi amigo, ante Dios uno es lo que es. Mucho menos, por cierto, de lo que uno cree, pero infinitamente más de lo que creen sus injustos detractores”. La clasificación que hizo de los discursos en la Asamblea de las Naciones Unidas se hizo proverbial. Se la escuché varias veces: speechs to listen (discursos para ser escuchados) speechs to answer (discursos para ser respondidos) speechs to sleep (discursos para dormir) and speechs to walk out (y discursos para salir corriendo).

Cierto día, en pleno centro de Lima, divisé a Martín Adán. “Soy nieto de Víctor Andrés” le dije. Se acordó rápidamente de mí. Días antes, Juan Mejía Baca me lo había presentado en su librería. Metió la mano en el bolsillo y extrajo un ejemplar de “La piedra absoluta”. Sacó un lapicero y garrapateó: “El primer ejemplar que he recibido, en justa retribución al primer ejemplo que he recibido, en lo del escribir, que es vivir.

A Víctor Andrés Belaunde, gran escritor…”
“Se lo da Ud. a Víctor Andrés apenas lo vea” me dijo cordialmente.

Durante los últimos tiempos, estuvo cerca de nosotros mi hermano José Antonio. Con un pie en el avión, nos regaló un ejemplar de “20 años de Naciones Unidas” con la siguiente dedicatoria: “A mis nietos Domingo y José Antonio, colaboradores de mi crepúsculo”.

“PERÚ VIVO”

Mi última experiencia con mi abuelo está relacionada con el libro que redactó especialmente para la Biblioteca de Perú Vivo, que es sin lugar a dudas, el último que escribió en vida. (Exceptúo por cierto el prólogo que LIFE le pidió para el libro en preparación sobre América Latina). Mi buen amigo Mejía Baca, en una de mi contínuas visitas a su librería, me comunicó su proyecto de PERÚ VIVO. Ya había hablado con mi abuelo, pero al parecer sin mayores logros.

Me apresuré a escribirle a Nueva York, urgiéndola el cumplimiento de su compromiso. Le expliqué la importancia del libro. Me contestó diciendo que estaba viejo y cansado que no podía hacerlo. Yo le dije –en elogio que le gustó mucho- que él era como el Fénix de la Fábula, siempre renaciente. A su regreso a Lima, me propuse hacerle escribir el libro. Hasta que por fin un día me llamó por teléfono y me comunicó que se iba a su chacra en Huacho para redactar los originales. A la semana estaba ya de vuelta, y empezamos la redacción final. Durante veinte días estuve sentado al pie de la máquina de escribir en su “torre de papel” de 9 a 1 pm. Era difícil en realidad tomarle el dictado. El rodillo se atracaba, pero las ráfagas verbales de mi abuelo no se hacían esperar. Y como si fuera poco, matizaba con citas en latín y frases en francés e inglés. En esos días que tuve el privilegio de verlo trabajar intelectualmente, conocí de cerca su memoria prodigiosa, su asombrosa vitalidad, su bondad infinita. Su corazón era en realidad de una generosidad sin límites. “Si hubiera sido mujer, no habría sabido decir no”, decía con frecuencia. Subía a su escritorio después del desayuno, en pulcro saco de fumar, pantalón sport y zapatillas. Recién afeitado, inauguraba la mañana con una broma o comentario ameno. Luego se sumergía en su trabajo. No podía estar sentado mucho tiempo. Se paseaba inquieto por toda la habitación, mientras me dictaba de memoria todo el libro. Revisaba y ordenaba continuamente los dilatados estantes de su frondosa biblioteca. Repasaba sin cesar sus manuscritos, corrigiéndolos continuamente, para evitar toda posible ofensa. Me enseñaba su nutrido epistolario, sus obras inéditas (El Protocolo de Rio de Janeiro, Sánchez Bustamante Polo, informes y dictámenes, Relaciones con el Brasil, Relaciones con Colombia, la Conferencia de Caracas, etc.) en fin, -¿por qué no decirlo?- rompía sin cesar papeles comprometedores. Me consiguió una preciosa foto neoyorquina, que la habilidad de Pestana ha perpetuado en el libro de PERU VIVO. Preparé con sus propios ejemplares, la biobibliogafía que aparece al final del volumen, sin contar por cierto los prólogos y artículos sueltos. Me dictó una serie de cartas, entre ellas, una a Juan David García Bacca, agradeciéndole el envío de una lograda Antología del filósofo español. Me dio siempre la impresión que en la vejez le vino nostalgia por los estudios filosóficos puros, en contraste con la filosofía aplicada al Perú, que fue tema central de su vida. Le copié también a máquina un ensayo que tituló: “Ante la noche” que por razones que ignoro, no quiso publicar en PERÚ VIVO. Era un texto filosófico de notable profundidad, que traslucía sus últimas inquietudes. Este ensayo trataba sobre lo que gustaba llamar “antropología de la trascendencia”, en la que comentaba su teoría de la maldición implícita del poder, uno de los temas que más le obsesionó en los últimos años. Con humildad poco frecuente, me confesó cierta vez que su filosofía no era más que “un eco simpático de San Agustín”. Mucho me temo que no haya llegado a darle el toque final.
Igual puedo decir de otra conferencia suya, “La utopía y el sentimiento de lo invisible” (1929) que dio en La Habana y que tuvo como oyente en primera fila, al ilustre José Ferrater Mora. Este año, poco antes de su partida a Nueva York, se la pedí para publicarla en el Mercurio Peruano. Se negó. No volví a insistir.

BELAUNDE, MARIÁTEGUI Y RIVA AGÜERO

Quisiera aprovechar esta oportunidad para destacar el aspecto político en la obra y la actividad de mi abuelo. Respecto a Riva Agüero, a quien unió fraterna amistad –nutrida por los contrastes, según escribió- es preciso puntualizar su situación. Si Mariátegui representa la izquierda, Riva Agüero es sin lugar a dudas el ideólogo de la derecha. Belaunde pertenece, como el mismo se definiera en el seno de la Constituyente, al centro. Sólo así se explica su actitud cordial y comprensiva en su polémica con Mariátegui, en contraste con el fuste lapidario de Riva Agüero. La actitud del Mercurio Peruano, revista que fundó en 1918 y dirigió hasta su muerte, fue también de sincera simpatía hacia el escritor socialista, lo cual no invalida la crítica serena y objetiva. Así lo reconoció el mismo Mariátegui, cuando escribió a Raúl Porras (entonces encargado del Mercurio) en carta del 21 de setiembre de 1929: “La indiferencia con que la crítica de Lima ha recibido hasta hoy mis “7 ensayos”, cuya aparición sólo ha sido señalada hasta hoy en periódicos o revistas de aquí por atentas notas de Ud., Luis Alberto Sánchez y Armando Herrera, es una razón más para que yo me siente reconocido a “Mercurio Peruano” que tan deferentemente ha querido llamar la atención de su público sobre lo que en el extranjero se ha escrito sobre mi libro”. El texto parcialmente trascrito, no requiere mayor comentario.

Mi abuelo, antes de morir, se preocupó mucho por reeditar sus principales obras. Siempre tuvo la impresión que en lo esencial su mensaje no había sido comprendido. Me dijo alguna vez: “Espero que cuando muera se forme una gran corriente a mi favor”.

Su vasta producción bibliográfica alcanzó una multitud de temas: Religión, Derecho (en especial el Constitucional y el Internacional) Filosofía, Política, Sociología, Historia.

Queda aún por hacer sobre cada uno de estos aspectos un estudio sereno y objetivo. La hora de la revisión crítica llegará. No adelantemos los relojes. Pero, por encima de cualquier estimativa, quedará siempre de cuerpo entero, la sinceridad indesmayable de sus convicciones y su amor apasionado a la patria.
Lima, 20 de diciembre de 1966

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