EL PROBLEMA DE LA TIERRA
EN EL LARGO ENSAYO que Maríátegui dedica al problema de la tierra, hay que distinguir el proceso histórico, la descripción de la situación presente y la solución.
Sólo el presente nos es dado pintar, y aun esto de un modo particular, con visión directa e inmediata. Para lo pasado necesitamos el apoyo de teorías e hipótesis y para lo futuro, la proyección de la luz de una doctrina. Mariátegui se muestra un excelente realista cuando nos describe la comunidad bajo la república, la comunidad y el latifundio y el colonialismo en la costa; pero cuando se remonta al pasado, surgen los prejuicios y los claros de su andamiaje intelectual.
La historia de la propiedad territorial en el Perú no está escrita y, por lo mismo, todo ensayo de reconstrucción debe comenzar por la confesión de inevitables deficiencias e ignorancias. La primera forma de propiedad en el Perú es la comunal: el ayllu o la marca: sistema generalizado en todos los valles de la sierra y la costa. El ayllu precedió al imperio; el mérito de los incas consistió en respetar las comunidades, tomando solamente parte de las tierras que dedicaron al estado y al culto. La constitución del imperio supuso una cercenación de la propiedad comunal.
¿Cuál fue la proporción de los territorios cercenados? No lo sabemos; pero sí tenemos testimonios históricos que hablan específicamente de tierras de comunidades tomadas por los incas. Que a pesar de esta expoliación, los incas, por su política de eficiencia en el trabajo y de irrigaciones, crearon una situación de prosperidad y de mayor rendimiento, no hay la menor duda. Exagerada, sin embargo, para la población, es la cifra de diez millones. El cálculo más optimista que conozco es el de ocho, incluyendo Quito, Charcas, el norte de Argentina y de Chile.
Cuando los españoles llegaron al Perú no encontraron solamente la propiedad de las comunidades indígenas, sino también la numerosa propiedad estatal o nacional que los incas dedicaban al sostenimiento de su burocracia civil y eclesiástica. Al apoderarse de un modo súbito de toda la extensión del imperio y destruir la jerarquía indígena, dispusieron desde el principio de su inmensa cantidad de tierras. El sistema de la gran propiedad, el latifundio, fue inevitable.
Atribuir la gran propiedad a la psicología o la incapacidad del español, haciendo un paralelo con el proceso de la colonización americana, me parece un gran error. Mariátegui, al incurrir en él, revive el criterio romántico y falso sobre los orígenes y evolución de los Estados Unidos. El divergente proceso de las dos colonizaciones no se debe sólo a diferencia de psicología en las razas, sino a diferencia de situaciones y de tiempo. Mientras que los ingleses fueron apoderándose parsimoniosa y lentamente de la limitada región entre el Atlántico y los Alleghanys, destruyendo o empujando a la población aborigen, España se adueñó, en cincuenta años, de toda la tierra laborable de México hasta Chile. La expansión de los Estados Unidos más allá de los Alleghanys, the winning of the West es cosa de fines del siglo XVIII y principalmente de principios del siglo XIX. España, en lugar de destruir o de repeler hacia la hoya amazónica a la raza aborigen, trató de asimilarla y conservarla. Censurar a España por la apropiación de las tierras del estado valdría tanto como reprocharle la amplitud de su esfuerzo descubridor. Tan es cierto que el régimen de la gran propiedad en América, con su triste aditamento, la servidumbre, fue el resultado de condiciones objetivas (territorios ocupados y razas existentes) que los colonos ingleses en la región del sur, de tierras más extensas y de climas más favorables, establecieron el latifundio y el trabajo de una raza inferior importada: la negra. Lo interesante en el caso de España es que una vez destruido el imperio incaico, bajo la influencia de las ideas religiosas, que encarnaba la escuela dominica, Las Casas, Vitoria, de Soto y otros, tratara de limitar la distribución a las tierras del estado incaico, respetando las comunidades existentes.
La política de la época constructiva (1550) era adaptar el régimen español al régimen incaico, en lo que se refiere a la propiedad y al trabajo. Respecto de la primera, la masa indígena conservaría toda la que tenía, en tanto que la propiedad estatal se daba a los individuos e instituciones civiles y principalmente religiosas. Respecto del trabajo, éste debería representar prestaciones en especies o en servicios, de ningún modo mayores que las impuestas por el régimen incaico. Tal es, en esencia, la famosa cédula expedida por Carlos V a los licenciados Santillán, Ondegardo y Matienzo, que deberían responder al más interesante y completo cuestionario que existe sobre la cuestión indígena. ¿Hasta qué punto en la historia efectiva la constitución de las grandes propiedades particulares y eclesiásticas respetó la política de esa cédula y el latifundio señorial o eclesiástico salió de los límites de la antigua propiedad estatal? ¿Cuál fue el efecto que en las propiedades produjo la política de reducciones del Virrey Toledo y el mantenimiento de las encomiendas? La falta de estudio sobre datos históricos, estadísticos, impide científicamente llegar a conclusiones terminantes; pero es de presumir, como lo sostiene Ugarte, que gran parte de la propiedad indígena pasara legal o ilegalmente a manos de los españoles y criollos, por obra principal de las encomiendas.
La gran tragedia para la raza aborigen fue la siguiente: la política de protección inspirada por la Iglesia, debida al regalismo español no quedó encomendada a ella en su aplicación. Es un error muy corriente, y del que no está libre el propio Mariátegui, considerar al estado español, en esa época, como el tipo del estado medioeval. Nada es menos cierto. El estado español antes de la conquista realiza la moderna evolución hacia el absolutismo. El estado español, un siglo antes que Francia y dos antes que Prusia, es el tipo de Estado que lo absorbe y lo domina todo: el Estado que podríamos llamar monista en oposición al Estado plural de la Edad Media. Este Estado no se halla sometido a la Iglesia, sino al contrario. A pesar de su fe católica, España, en esto, como la Francia galicana, no se diferencia de los estados protestantes o de la Iglesia nacional. Por el patronato la Iglesia perdió en parte el carácter corporativo de la Edad Media y quedó convertida en un rodaje de la máquina política. Por eso hay que distinguir, en la colonia, la jerarquía eclesiástica sometida al rey, de la Iglesia relativamente libre de las órdenes religiosas. La tendencia regalista, que es una tendencia imperialista, fue eliminar las órdenes religiosas de los territorios habitados por quechuas y aimarás, indios de paz, que habían evangelizado, relegándolas a las regiones de frontera, indiOS de guerra, de las hoyas del Orinoco, del Amazonas y del Paraguay. Los reyes de España daban apenas diez años para convertir una misión en doctrina en la región del antiguo Perú. Al terminar ese plazo, el grupo indígena escapaba al misionero y quedaba bajo la jurisdicción del cura, sometido al obispo, el cual lo estaba más al Rey que al Papa. El indio peruano necesitaba de la permanencia indefinida del misionero como maestro y defensor. En lugar de organismos misionarios para defender a las comunidades, creó Lope de Castro la nueva institución de los corregidores de indios, destinada a controlar a los encomenderos; pero que, careciendo del celo religioso y de sentido corporativo, resultó a la postre una especie de encomienda temporal. A pesar de todo esto, la propiedad eclesiástica (conventos e iglesias) y la legislación sobre las comunidades, atenuaron evidentemente los resultados desastrosos del latifundio. La propiedad eclesiástica de rentas moderadas o de censos o de cánones reducidísimos favoreció la constitución de una clase agrícola media. Además, esa propiedad respondió a fines de orden esencialmente colectivo: el culto, necesidad espiritual y estética; la beneficencia, hospitales y hospicios, y, sobre todo, a la educación. A todo lo cual habría que agregar que la renta eclesiástica, como lo ha probado Pereyra, se invirtió siempre en las colonias, en tanto que de la renta del Estado, buena parte iba a la península. Desde el punto de vista económico, puede llegarse a esta conclusión: la propiedad eclesiástica realizó una función nacionalista y democrática.
Por eso fueron tan desastrosos los efectos de la supresión de los jesuítas, a quienes con tanta justicia elogia Mariátegui, desde el punto de vista económico. Las propiedades de éstos pasaron a incrementar el latifundio laico. El caso fue notable en Arequipa, en donde la propiedad jesuítica pasó a manos de la familia Goyeneche, y una renta que ha llegado a la suma de 300,000 soles al año, en lugar de emplearse en el debilitado organismo de esa ciudad, salía todos los años al extranjero.
La acción misionaria, la misma obra de la Iglesia secular, a pesar de su sumisión al Estado, la preservación de las comunidades, el monumento no superado de legislación tutelar y sus tentativas de aplicado constituyen la parte luminosa de la época colonial.
Mariátegui ha reconocido parcialmente este cuadro, al revindicar, con legítimo orgullo, la constatación relativa a las órdenes religiosas que le ha correspondido hacer, “a pesar de ser marxista convicto y confeso”. La parte sombría del cuadro la constituyen la encomienda, la mita para las minas y la introducción de la esclavitud en la costa. Aquí no caben ni excusas ni paliativos; pero no hay que suponer que el régimen colonial español tuvo el monopolio de estos sistemas de explotación. Bastaría la comparación con otros países y la historia reciente del contacto de las razas superiores con los pueblos de color, para probar nuestro aserto. La revolución americana, desde el punto de vista de los factores económicos internos, es fruto de los intereses, no sólo de una aristocracia territorial criolla, que buscaba salida para sus productos y al mismo tiempo influencia política, sino también de la clase media de los mestizos dedicados a la pequeña propiedad, o a ciertas profesiones liberales o anhelosos de posiciones burocráticas. En el Perú, me parece exagerado atribuir la independencia, como lo hace Mariátegui, a factores puramente externos. Aunque nos faltó el factor decisivo de una personalidad genial, no puede dudarse que después de la decepción que trajo la restauración absolutista de 1814, la aristocracia territorial y el mestizaje, o sea la clase media, se orientaron definitivamente hacia la independencia. En la revolución no hubo evidentemente un programa de carácter agrario; no aparece tampoco exigido por las condiciones económicas en ese momento, ni por ninguna reivindicación de clase. Con un criterio de relativismo histórico, no cabría censurar a los leaders de la revolución par la falta de división de propiedades. La aristocracia territorial se sumó a la revolución y estaba empobrecida después de la guerra; el latifundio eclesiástico desempeñaba una función social. Las nuevas ideas y necesidades de la circulación de la riqueza exigían la abolición de las vinculaciones y de los mayorazgos; se siguió esa política, que fue coronada por el código civil. Con el mismo criterio de relativismo histórico no podía exigirse más de ella. El Perú estuvo libre felizmente de la orientación jacobina que dominó en otros países de América, orientación que respetó el latifundio privado y se adueñó del latifundio eclesiástico, como en México: la llamada política de las leyes de reforma. Hoy sabemos cuál fué el resultado. La confiscación de la propiedad eclesiástica no favoreció ni al arrendatario ni al peón y sirvió únicamente para acentuar el latifundismo laico. Si en el Perú hubiera gobernado el radicalismo, se habría producido idéntico fracaso.
Pero si no seguimos una orientación jacobina, acentuamos el regalismo de la época colonial. La Iglesia continuó esclavizada y burocratizada; las misiones fueron abandonadas aun en la región de frontera. La república no necesitó, respecto de la raza aborigen, importar la ideología humanitaria de la Revolución francesa; le hubiera bastado revivir la tradición vernácula de la escuela dominica. De esto tuvo una clara visión Bolívar y de ahí su culto por Las Casas. Para defender al indio psicológica y económicamente, bastaba proteger las comunidades y revivir las misiones. A ello se opusieron la ilusión igualitaria y revolucionaria y la atenuación de los sentimientos religiosos en la clase dirigente y en la clase media. Las nuevas generaciones fueron escépticas y materialistas o indiferentes y la religión era relegada a las mujeres o al pueblo ignorante. Era imposible, dentro de este ambiente depresivo, que la Iglesia conservara autoridad y eficiencia.
Por el abandono de aquella hermosa tradición, la parte censurable, en la política republicana, es lo relativo a las comunidades indígenas. Puede decirse que la revolución fué un avance desde el punto de vista nacional, pero no desde el punto de vista de la justicia social. No olvidemos que el tributo y la esclavitud se conservan hasta el año 54. Al mismo tiempo el latifundio se extiende a las tierras de comunidad al amparo de las leyes y decretos que hacían ficticiamente al indio propietario. Sería un estudio interesante el de fijar el número de comunidades y su extensión territorial a principios del siglo XIX y a principios del siglo XX. Todo induce a pensar que la diferencia sería muy grande en contra de la época actual. El autor, que señala bien las fases de este proceso, no deduce sin embargo, la tremenda lección que de él se desprende. No basta tener un ideal generoso, y lo era el de hacer al indio propietario individual; es necesario un criterio realista. La utopía del individualismo no se aparta de la utopía socialista con su igualitarismo económico. El indio no fué ni ciudadano, ni propietario con el sufragio universal; mañana, en que sin criterio realista se nacionalice toda la tierra y se le lleve a los soviets, como antes se le llevaba a las ánforas, no será tampoco propietario, ni ciudadano. Si la revolución se basó en los intereses de la gran propiedad y respondió a las finalidades burocráticas del mestizaje medio, fue hecha por el ejército y de aquí que el poder político no tenga una sola base, como cree Mariátegui: la gran propiedad; sino dos bases: la aristocracia territorial y la burocracia militar. En el Perú se agregaron pronto dos factores: uno, por la formación de una nueva oligarquía, a consecuencia del guano, y otro, por el funcionamiento político que tenía que crear a la larga el tipo del pequeño gamonal político o cacique provincialista. Un partido de clase media y de profesionales no pudo formarse; así fracasaron el partido liberal y su continuación: el primer partido civil de Ureta y de Arenas. Sólo la nueva plutocracia, más bursátil que territorial, logró cristalizarse en un partido político para luchar contra la clase militar, al principio, entendiéndose con ella, después. La democracia desarrolla el tipo del político, de caciques, propietarios o no, que llegan a formar artificial y momentáneamente fuerzas de consideración. Clientela en unos casos de la burocracia militar, en otros de la plutocracia, ha revelado a veces tentativas de emancipación, como en el año 90, en que Rosas representaba la oligarquía; Morales Bermúdez, la burocracia militar, y Valcárcel, el caciquismo parlamentario. En regímenes de corrupción, el caciquismo parlamentario está destinado a enriquecerse y a agregarse a la plutocracia territorial absorbiéndola. De esos ritmos de lucha entre esos tres elementos o de sus más peligrosos contubernios, que nos explican perfectamente los factores económicos, sólo se sale en la historia del Perú por la influencia de las grandes personalidades: Castilla y Piérola. Su obra no puede ser, por eso, explicada por el materialismo histórico. La abolición del tributo y de la esclavitud representaba para el fisco una seria disminución en la renta y un serio golpe para la agricultura. Si Castilla hubiera sido el simple agente de una burocracia que necesitaba ser bien pagada o de los propietarios costeños, no habría ni reducido sus entradas, ni quitado a estos últimos el brazo seguro y barato. Puede decirse lo mismo respecto de la obra esencial de Piérola: la abolición de la contribución personal y la estabilidad monetaria.Tales son las reservas y rectificaciones que cabe hacer desde el punto de vista de la evolución histórica. Ellas se refieren principalmente a matizar la visión colonial destacando en ella la tendencia ético-realista en el problema, indígena y a atenuar algunas exageraciones del materialismo histórico en la interpretación de la historia republicana. Pero es justo reconocer que son inatacables las afirmaciones de Mariátegui, respecto del papel de las comunidades indígenas en la economía incaica, de la legislación tutelar, de la obra misionaria en la colonia y los cargos que formula sobre la política republicana destructora de la comunidad. El interés, la exactitud, la profundidad de visión del autor, se acentúan cuando describe la época contemporánea. Los capítulos sobre el latifundio y la comunidad, el régimen del trabajo, servidumbre y salario y sobre todo el dedicado al colonialismo de la agricultura costeña contienen páginas de antología política. Establece la clara diferencia entre el latifundismo de la costa industrializado y modernizado y el primitivo e infecundo latifundismo serrano. Habría que hacer sólo la excepción de las nuevas ganaderías que son la iniciación de ese proceso de modernización en la sierra. Con los datos del interesantísimo estudio de Castro Pozo, sostiene la vitalidad y plasticidad de las comunidades y la estagnación del latifundio serrano.
El latifundio costeño, aunque industrializado, conserva un régimen feudal de trabajo por el enganche y el yanaconado. Sagaces son las observaciones del autor respecto al latifundio y la despoblación y la nueva tendencia de los grandes propietarios de crear núcleos de pequeña propiedad a su alrededor. Pavorosa y exacta la pintura que nos hace de una producción agrícola orientada hacia el mercado extranjero y controlada por ésta. Alarmante la cifra de cuatro millones de libras que el Perú importa en víveres y que revela hasta qué punto ha llegado nuestra dependencia económica. Sus proposiciones finales son en general inobjetables, cuando condena el absentismo por injusto y por los obstáculos que presenta al progreso agrícola, (falta de estímulo en el arrendatario); cuando afirma que una nueva política inmigratoria es incompatible con la intangibilidad del latifundio; cuando sostiene la necesidad de una política intervencionista en la costa frente a la imposición extranjera; cuando señala la inaplicación de las leyes higiénicas y de protección obrera (inaplicación que revela en el Perú lo que podríamos llamar la abdicación del estado) y cuando asevera que si el gamonal o feudal no resulta productivo, ha perdido su título aun dentro del criterio capitalista.
Todas estas conclusiones conducen lógicamente a un programa realista sin utopías y sin dogmatismos que suscribirían muchos que no son comunistas; protección y vitalización de las comunidades, expropiación del latifundio improductivo o retardado, conversión del yanacón o aparcero en propietario, defensa y extensión de la pequeña propiedad, constitución de un banco agrícola para los fines anteriores y para sustituir la habilitación extranjera, gravar el absentismo, aplicar rigurosamente las leyes de protección obrera, fijar una proporción al capital nacional en toda empresa, establecimiento de parroquias conventuales y escuelas misionarias, y culminando todo este sistema y como clave de él, sustitución del parlamento, pseudo-demo-liberal, por la representación de todos los organismos vivos en los que el trabajo tendría una gran mayoría.
No es esta por desgracia la solución del autor, entusiasta adherente al programa marxista. En éste hay que distinguir la finalidad ortodoxa, la nacionalización de la tierra, que es la solución definitiva, y los medios o métodos que constituyen la solución de estrategia. Es evidente que no sólo la pequeña propiedad sino la comunidad son opuestas al dogma de la nacionalización absoluta de la tierra. El programa comunista adoptado el 1º de setiembre de 1928 en Moscú, en lo referente a los países semi-coloniales de América Latina, no precisa soluciones estratégicas, pues habla sólo de “lucha contra el feudalismo y las formas precapitalistas de explotación. . . de una serie de etapas preparatorias, como resultado de un período de transformación de la revolución democrática burguesa en revolución socialista”. En síntesis, nada definitivo. No son más precisos los comunistas peruanos. Inferimos que no se trate de defender las presentes comunidades sino de extenderlas y de reconstruir las extinguidas. . . Respecto de la tierra no comunal y no fácilmente atribuible a antiguas o nuevas comunidades, ¿será la solución entregar al peonaje el latifundio serrano y al obrero los fundos industrializados de la costa para que por falta de técnicos y capital se paralice la producción y reine el hambre? En uno u otro caso, queda el problema de la organización del estado y del contenido y espíritu de la Nación. Aquí la solución comunista trasciende del punto de vista económico y obrero y aborda un problema más hondo: el problema de la nacionalidad, problema relativamente fácil en los países de unidad racial, problema complicadísimo en los países de mestizaje. Por gravitación natural, por surenchére demagógica, el programa socialista se ha hecho en el Perú programa del indigenismo radical. El indio no es una parte esencial de la nacionalidad, sino la nacionalidad misma. Lejos de todo programa de “occidentalización”, se trata de revivir la civilización incaica, haciendo de ella una pintura idealizada. La tesis indigenista en su origen fué una simple manifestación romántica: primitivismo, amor del color local, y tuvo, hasta ahora, expresiones estéticas más que políticas.
Nadie soñaba reconstituir la nacionalidad sobre bases y direcciones exclusivamente indigenistas; pero he aquí que las necesidades de la estrategia de la revolución mundial ponen a la orden del día el problema de la liberación de las razas de color. El indigenismo radical adquiere así un nuevo aspecto que podríamos llamar pragmático. En la lucha contra el capitalismo asume una importancia de primer plano la rebelión de las razas sometidas. El socialismo abandona su criterio humanitario y adopta, con inconsecuencia palmaria, lo que podríamos llamar el nacionalismo racial.
La aplicación de este nacionalismo racial no presenta obstáculos en los países en que se puede establecer una ecuación entre raza y nación, como en la India o mejor todavía en la China, en que el elemento de las razas extrañas se ha mantenido en la periferia ejerciendo apenas la hegemonía política o económica. En esos países racismo es nacionalismo.
En la América andina, en que la raza española ha convivido y se ha mezclado con la raza aborigen durante tres siglos, creando el tipo del mestizo, que constituye la mayoría de la población, y del criollo, que por influencia del ambiente es mestizo por ósmosis, la aplicación del racismo no es la afirmación de la nacionalidad, sino su desintegración o ruptura. La conquista no fué un hecho político, como cree Mariátegui; la conquista fué sobre todo un hecho biológico. No cabe ya moralizar sobre él, sino partir de él. El Perú de hoy, el Perú real, no puede ser comparado ni con la China ni con la India. De la civilización primitiva se pueden respetar el Esthetos y cierto Teknos, pero sería monstruoso e imposible intentar revivir el Logos y el Ethos y sacrificar a ese sueño parte de la población que, por herencia biológica y espiritual, pertenece a la civilización cristiana. El nacionalismo racial lleva a la barbarie. Sus gestos simbólicos en América serían sacar la piedra sacrifical del museo de México y ponerla de nuevo, anhelosa de víctimas, en lo alto del Teocali; o tomar los huacos de los museos peruanos y, repartiéndolos en el territorio, revivir los adoratorios fetichistas: renegar de la liturgia, que es ascensión por la materia al espíritu, para volver a la magia, que es inmersión del espíritu en la materia.
No insistamos en el pavoroso cuadro: el comunismo peruano no tiene en esto la aprobación de la Internacional. Parece que en Moscú no han perdido del todo el sentido de la realidad. Leemos en el Nº 16 de La Correspondencia Internacional (15 de abril de 1929, número dedicado especialmente a la América Latina): “La consigna propagada por la organización nacionalista pequeña burguesa A.P.R.A.: América Latina para los indios es una utopía irrealizable. El desenvolvimiento histórico, económico y social de América Latina ha creado una situación de hecho: millones de negros, de blancos, de emigrados, de mestizos y de mulatos viven y trabajan en América Latina. Pensar expulsarlos para reservar la América Latina únicamente para los indios, guardando la pureza de su raza y restableciendo sus costumbres, su lenguaje y sus organizaciones sociales en tribus, etc., es querer remontar el curso de la historia y puramente utópico”.Contemplando el problema indígena en su doble aspecto económico y nacional, cabe decir, sintetizando, que pueden reducirse a tres los puntos de vista y las soluciones: la tesis imperialista, la antítesis indigenista y lo que podríamos llamar la síntesis verdaderamente nacional de la tradición histórica. Para la teoría imperialista, el indígena constituye la infraestructura del organismo nacional.
Las teorías biológicas modernas, imbuidas en el concepto de la superioridad de ciertas razas, vinieron a acentuar la concepción imperialista. Para ella la nación es sólo el elemento blanco y el elemento mestizo. El elemento indígena está destinado a ser absorbido o a desaparecer. La tesis imperialista ha tenido más adherentes de lo que se supone. Pocos tenían la franqueza de enunciarla; pero ella gravitaba en la subconsciencia de una inmensa mayoría, inspirando diversos hechos legislativos, políticos o sociales. Frente a la tesis imperialista, que excluye del alma de la nacionalidad al indígena, aparece la tesis indigenista radical, o sea la antítesis: el indio es el país.
Apartada igualmente de la concepción imperialista, del feudalismo colonial y del biologismo moderno, y de la tesis indigenista, inspirada por la estrategia revolucionaria, surge la vieja concepción que encarnó la vida de Las Casas y el pensamiento de Vitoria. Esta concepción es ética por la inspiración y realista por las aplicaciones. La tesis imperialista tiene una inspiración económica; la tesis indigenista, una finalidad demagógica y política la síntesis cristiana, surgió sin representar intereses o pasiones. Fué la generosa aplicación al descubrimiento de América de los principios del Derecho Eterno, de la Philosophia Perennis. Esa doctrina proclamó con Vitoria el derecho de las razas aborígenes no sólo a la propiedad y a la libertad, sino a la soberanía política.
Y luego de establecido el dominio español, con Montesinos y Las Casas mantuvo para los indios el carácter de libres vasallos de las monarquía y se opuso al establecimiento de las encomiendas y del trabajo forzado y defendió a las comunidades. Esta concepción puso en la colonización española la nota ética que la diferencia de las otras colonizaciones. En tanto que Inglaterra en el siglo XVII y otros países en el siglo XIX siguieron sin vacilaciones una línea económica que los llevó a la extinción del elemento aborigen, España sintió el deber y la misión de protegerlo legislando sobre él. El primer intento de esa legislación produjo la formidable crisis que casi destruye el imperio colonial: las guerras civiles, conflicto entre los intereses de los conquistadores y el ideal de justicia inspirado a la corona por la escuela dominicana. El materialismo histórico podrá explicar el primer elemento, pero jamás el segundo. La concepción cristiano-nacional se mantiene viva en los continuadores de Las Casas, de Vitoria y Soto: en el padre Agia, tan citado por Solórzano Pereyra, en el padre Avendaño, autor de Thesaurus Indicus, condenador de la esclavitud, y llega hasta Villalba, el precursor, el gran enemigo de la mita. Filosofía de lucha en la conquista, filosofía vencedora en la legislación tutelar, filosofía aplicada en la obra misionaria, llega hasta nosotros como una gran fuerza viva y de perenne juventud de la tradición colonial. A esos títulos de vitalidad histórica habría que agregar las cualidades que le señalaría, en comparación con las soluciones contrarias, un análisis imparcial. Es lógica en su inspiración ética porque sólo sobre la igualdad moral y espiritual se pueden basar los derechos políticos y las reformas económicas. El socialismo, al relegar como un mito la unidad espiritual de la humanidad, no tiene base para establecer la igualdad política y la igualdad económica. Como el humanitarismo de la escuela utilitaria inglesa, el humanitarismo marxista es una flagrante contradicción. De la concepción materialista de la vida, el único que ha sacado las consecuencias lógicas ha sido Nietzsche, el niño terrible de la filosofía. Individualismo y socialismo se han decorado de un ideal cristiano despojándolo de su fuente misma.
La concepción católica es más completa porque contempla en el problema no sólo el aspecto económico, sino también el pedagógico y el técnico. No es dogmática y unilateral, sino realista y flexible. Por último, no desintegra la nacionalidad, sino que la salva. Lo que necesita hoy es ser aplicada con un criterio moderno y frente a los datos concretos y actuales, sin la perturbadora visión de privilegios que mantener o deposiciones que alcanzar.
Bien sé que aunque ella representa la razón y el sentido de lo posible, no es la que está más cerca de nuestra realidad. Es la historia universal y principalmente nuestra historia, el trágico diálogo del interés y de la pasión. La razón, desoída antes del conflicto, sólo es llamada tardíamente para salvar pobres despojos entre la destrucción y las ruinas.
No desconocemos que la historia contemporánea está dominada por las formas del materialismo: capitalismo y socialismo. Si desapareciera la civilización occidental en este duelo terrible, al cristianismo le correspondería, como dice Berdiaeff, una misión parecida a la que le cupo después de la invasión de los bárbaros. Por eso en definitiva y a la larga el porvenir es del cristianismo. De esto tuvo una visión profética Chateaubriand, cuando decía, en Memorias de Ultratumba, que estando para escribir El Genio del Cristianismo lo había compuesto de diferente modo: “En lugar de recordar los beneficios de las instituciones de nuestra religión en el pasado, yo haría ver que el cristianismo es el pensamiento del porvenir y de la libertad humana y que este pensamiento redentor es el solo fundamento de la igualdad social. El cristianismo actúa con lentitud porque actúa por doquiera. No se adhiere a la reforma de una sociedad en sus oraciones más comunes, en sus votos cotidianos, cuando dice a la multitud: roguemos por todo el que sufre sobre la tierra. El Verbo no se encarnó en el hombre del placer, sino en el hombre del dolor, con el fin de la liberación de todos, de una fraternidad universal y de una salvación inmensa”.
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