jueves, 7 de octubre de 2010

REQUIEM PARA VÍCTOR ANDRÉS BELAUNDE - HOMENAJE

Por ENRIQUE CHIRINOS SOTO

(*) De Correo, 18 de Diciembre de 1966

La vida de Víctor Andrés Belaunde estuvo permanentemente presidida por el signo de fecundidad.

Hubiera podido decir, como Rubén:
“Y la primera ley, creador: crear. ¡Bufe el eunuco! Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho en cinta”.

Él tuvo encinta siempre a la musa de la elocuencia. Alguna vez acompañé a Belaunde, a las afueras de Nueva York, para que le impusieran un doctorado honoris causa en una universidad anglicana. Era a la sazón Presidente de las Naciones Unidas. Le tocó hablar en la capilla. Se expresó en inglés. No podía decirse que el tema señalado fuera particularmente ameno: los problemas y las perspectivas del máximo organismo mundial. Pero él tenía la virtud de animar las palabras con el gesto vivaz y con los ojos soñadores y profundos. El idioma de Shakespeare, en definitiva extraño, adquiría, en la versión de Belaunde vivacidad meridional. Lo escuchaba un auditorio juvenil y recogido. A la mitad y al final del discurso, estallaron los aplausos. Nunca antes en cincuenta años de historia, se había aplaudido a nadie en la severa capilla episcopal, según informó el asombrado Rector a los amigos peruanos que rodeábamos al Maestro.
Tanto como las ideas lo entusiasmaban las palabras. Ya he tenido oportunidad de decir que, para él como para Ortega, las palabras valían no por sí mismas sino en cuanto fuesen logaritmos de conceptos. Vivía, con fruición lúdica, en una especie de orbe intelectual aparte, emparentado con el juego de abalorios de la novela de Hermann Hesse. Era un atleta infatigable del pensamiento: y, si conseguía ensartar palabras en la sonoridad de una frase redonda y, en lo posible paradójica, que él elevaba de inmediato a la categoría de apotegma, entonces su deleite llegaba al máximo.
De vuelta de uno de sus últimos viajes, contaba en Lima que, comensal en un banquete en Nueva York, le había tocado pronunciar el primer brindis como al más antiguo de los diplomáticos presentes. Empezó con estas palabras: “The right of seniority is the only right that is excercised with regret”, lo que libremente traducido al español, podría significar: “La preminencia que dan los años es la única que suele ejercerse con pesar”.

En otra ocasión, fue asediado por una periodista noruega. La bella dama quería entrevistarlo y, además ejercer con él alguna forma fascinante de la coquetería nórdica. Como dramático resumen del conflicto, en Víctor Andrés perenne, entre su fuego de varón entero y su sentido religioso del pecado, me dijo este apotegma: “He descubierto que la fidelidad conyugal es más difícil de sobre llevar que el celibato eclesiástico”. El Maestro me perdonará la travesura de esta infidencia.
Era millonario de teorías. De las mujeres, acostumbraba decir que se dividen, zoológicamente, en gatas y gacelas. Gata es la que acomete; gacela es la que huye. La mejor es aquella que, siendo gacela en lo esencial, tiene un elemento indispensable de gata. Respecto de la política, acuñó una enérgica definición quevediana: “el poder es lujuria sin orgasmo”. Inventó una teoría gramatical sobre el uso peyorativo del plural, que en cierta ocasión expuso en Madrid ante el regocijo de los académicos de la lengua.
El singular, decía, es noble en español, en tanto que, con el plural, las palabras se plebeyizan. Así, por ejemplo, la Verdad es Dios mismo, pero verdades son las que se dicen las comadres. Así, el honor es virtud cardinal del alma, pero honores son las condecoraciones y medallas. Y, a propósito del parentesco que pueden tener el inglés y el castellano, al través del latín, observaba que, en inglés, curiosamente, a los heridos los llaman injuriados; a los enamorados, los llaman infatuados; y a los pródigos, los llaman extravagantes; y así sucesivamente.
De la teoría, se elevaba, en brazos de la inspiración fantástica, como un patriarca bíblico, a la leyenda. Yo no sé si ha llegado a escribir la leyenda de la maldición implícita. En todo caso, oralmente la narró muchas veces. La esencia del argumento es esta: en el Paraíso Terrenal, después de la caída, Dios condenó al hombre a ganar el pan con el sudor de la frente; y a la mujer, a parir con dolor. Ambas maldiciones explícitas han sido levantadas. La del trabajo, por el milagro de la civilización. La de la preñez por la recompensa inefable que representa, para la recién parida, el hijo que es carne de su propia carne. He aquí, sin embargo que el dolor no desaparece de la historia de la humanidad. Hay que pensar, por lo tanto, que además de las maldiciones explícitas, ya levantadas, Jehová descargó una maldición implícita, que todavía padecemos. Esa maldición no es otra que la de haber condenado al hombre a ser gobernado por el hombre. En una palabra: haberlo condenado a la política.
Orador por sobre todo y, además, historiador, jurista, filósofo, sociólogo, diletante en el mejor sentido de la palabra, abierto a todas las inquietudes posibles del alma, a todos los placeres del espíritu y de los sentidos, a la buena mesa, al humo del cigarrillo, al dorado vino de Andalucía, al rojo vino de Francia, a la lectura, a la tertulia, me parece, empero, que no lo rondó nunca la musa de la inspiración poética. Si hubo encuentros casuales, no produjeron resultados duraderos ni, en su propia estimativa, dignos de elogio o de recuerdo. No obstante, gustaba intensamente de la poesía. Entre picaresco y melancólico, repetía un dístico que, por fin, nunca supe si era suyo o de Bossuet:

“Por le passé, pas de regrets;
Por l’avenir, pas d’illusions”.

Me atrevo a traducirlo de este modo:

“Para el pasado, ninguna lamentación; por el porvenir, ninguna ilusión”.

Enamorado de Rubén, como todos los hombres de su generación y como todo el que conoce de poesía castellana, citaba de memoria el célebre pasaje del Coloquio de los Centauros:

“Ni es la torcaz benigna ni es el cuervo protervo;
Son formas del enigma la paloma y el cuervo”.

Protervo es un adjetivo ciento por ciento rubendariano: Protervo –“pájaro protervo”- vuelve a llamar Rubén al mismo cuervo en el hermosísimo Responso a Verlaine. Además de conjugar misteriosa y conceptualmente, la palabra “cuervo” y la palabra “protervo” llevaban a Víctor Andrés al delirio. Por eso, puso el nombre de “protervia” –La Protervia- a la peña intelectual que él presidió en Lima en sus años mozos.
No creo, en cambio, que la poesía de César Vallejo se acomodase a su sensibilidad. Pero le profesaba un profundo respeto.

Alguna vez conseguí convertir ese respeto en entusiasmo, lo que en el caso de Víctor Andrés no era tarea de romanos, recitándole las estrofas vigorosas y marciales del Himno a los Voluntarios de la República:

Miliciano de España,
Voluntario de huesos fidedignos,
Cuando marcha a morir tu corazón,
Cuando marcha a matar, con su agonía mundial,
No sé, verdaderamente, qué hacer, dónde ponerme,
Corro, escribo, aplaudo…

Desconfiaba del arte nuevo. O del arte novísimo. Olfateaba el contrabando. “Tengo la impresión –me decía- de que Picasso se burla de nosotros”. Significativamente, acabo de leer que, en opinión del crítico de arte de “The Times” de Londres, la obra de Picasso, de treinta o cuarenta años a esta parte, es una broma deliberada, con excepción de cuadros como “Les Demoiselles d’Avignon” o “El Bombardeo de Guernica”. El descubrimiento de esta coincidencia de pareceres ahora me entristece porque no podrá ya nunca, en este mundo, comunicárselo al Maestro.

A propósito de pintura, no conozco ejercicio intelectual más extraordinario que el de visitar, por ejemplo, del brazo de Víctor Andrés, el Museo Metropolitano en Nueva York. Delante de cada obra maestra, podía pronunciar un discurso. Delante de un bellísimo cuadro de El Greco –un Cristo que apenas carga la cruz como una pluma, y tiende hacia el cielo los ojos inmensos, los ojos inmensamente dolorosos- podía derramar y hacer derramar lágrimas. La espiritualidad castigada, atormentada y a la postre sensual de El Greco, como la de San Juan de la Cruz, lo conmovía particular y poderosamente.

En Nueva York, hace años, compartí con él una habitación a lo largo de semanas. Enemigo de la televisión, del cinema, de todos los agente de la barbarie contemporánea, transigía con la radio como vehículo de noticias y de buena música. “Me acuesto con Bach; me levanto con Beethoven”. Ese era su lema en lo musical. En lo periodístico, lo homologaba con el siguiente: “Me acuesto con el Herald; me levanto con el Times”.
Se iba a la cama muy temprano. Dormía con la facilidad de un niño. Ero se despertaba a las tres o cuatro de la mañana para la lectura cotidiana de San Agustín o de Pascal. A las siete, debajo de su abrigo, acudía a San Patricio para recibir la comunión. Ni los cuidados de su cargo ni la enfervorizada preparación de sus discursos, le disminuyeron nunca las ganas de organizar un buen desayuno a base de huevos revueltos y sazonados por él mismo y de “corn flakes”.
Yo no puedo, por lo menos no podría ahora, decir el elogio del hombre público; del diplomático que se quemó las pestañas en todos nuestros pleitos de límites; del político que sufrió destierro a todo lo largo de la dictadura de Leguía; del parlamentario que contribuyó, con el que más, a la Constitución que nos rige. No. Con Víctor Andrés, he perdido al primero de mis maestros, al mejor de mis amigos, al hombre a quien más quise, después de mi padre.
En la generosidad de su afecto, me confundía a mí con mi padre, al extremo de que nunca pudo llamarme por mi nombre sino por el patronímico de mi padre –Carlos- con quien lo unía, desde la Arequipa de su infancia, una fraterna amistad.
Como no puedo eludir la obligación periodística de escribir sobre Belaunde he tenido que cumplirla desde la ventana de mi más acongojada y traspasada intimidad.
Para despedirme hoy de Víctor Andrés, me vienen a la memoria las palabras que, en ocasión semejante, usó Manuel Machado para despedirse de Rubén:

Como cuando viajabas, maestro, estás ausente
Y llena está de ti la soledad…

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