jueves, 7 de octubre de 2010

MI HOMENAJE A DON VÍCTOR ANDRÉS - HOMENAJE

Por JOSÉ A. DE LA PUENTE Y CÁNDAMO

De El Comercio, 22 de Diciembre de 1966

Con inmensa pena, convocadas por el recuerdo, se agrupan memorias de toda la vida para decir por lealtad y gratitud y como una manifestación externa del dolor, la imagen de Víctor Andrés Belaunde que descubrí desde mis años infantiles en que la vinculación entre nuestras familias me lo presentaba risueño y amenísimo, y que enriquecí en la Universidad Católica y especialmente en los veinte últimos años en el trato diario en el Instituto Riva Agüero, su obra queridísima. En un entretejido aparentemente antagónico al dolor de la pérdida temporal se une la alegría de la esperanza cierta en la resurrección de la carne; y a la muerte de un amigo consecuente y alegre –joven hasta la última hora- la tristeza legítima se alivia al reconocer en su vida la fecundidad de los talentos y la riqueza de una inteligencia que se encarnó con señorío en el amor. La muerte del justo no puede ser triste, nos lo enseña la fe y lo canta la liturgia de la Iglesia.

Vea ahora a Don Víctor Andrés con mayor precisión, que viene del afecto, sin la tangible limitación de la distancia. Lo veo llegar a la Facultad de Letras en su espectacular automóvil gris que conducía con aplomo sin alterar la intensidad y la mímica de la conversación; lo veo en sus clases de filosofía y derecho; lo descubro en la tertulia de los viernes en el Centro Fides; lo imagino cuando “ensayaba” sus discursos y me parece que está en la misma mesa con una taza de té y entre los recuerdos del archivo de límites y textos de Bossuet que tanto amaba, y no olvido sus palabras de esperanza cuando en nombre de la Universidad Católica despidió a Carlos Pareja, a Riva Agüero y al Padre Jorge.

En fin, mi generación universitaria conserva a Belaunde en la íntima entraña de sus nostalgias.

Fue maestro en todos los rincones de su alma y de su múltiple labor sin egoísmo. Enseñó con su vida amor a la lectura que está con él en sus insomnios felices; enseñó del mismo modo, afecto al libro capital que vence al tiempo, y delicado desdén ante los efímeros textos de moda; exhortó diariamente a la fidelidad a la vocación intelectual y al rigor en el método del trabajo, y profesó en su actitud sin rencores –fueron sus palabras en cierta ocasión- la solidaridad en el amor y rechazó la solidaridad en los odios.

Luego de las solemnes ceremonias, después de las legítimas condecoraciones, más lejos de los triunfos diplomáticos y más profundo que la consagración académica, queda de Víctor Andrés Belaunde decantada la sencillez cordial del hombre limpio que vivió la amistad sin excusas ni disimulo, que proclamó su creencia en el Señor sin alarde ni respectos humanos, que encarnó siempre el cristiano y tradicional sentido de familia, y que expresó en fin, con sus libros definitivos, la virtud intelectual que Dios le entregó con largueza.

En la Universidad Católica fue el Instituto Riva Agüero su obra entrañable de los últimos veinte años, cuando dividió su tiempo entre la casa de Lártiga, la ONU, la Comisión Consultiva de Relaciones Exteriores, el íntimo retiro de Chosica y sus proyectos de vital agricultor en Huacho.

Todo en el Instituto Riva Agüero es obra de Don Víctor Andrés, de su vocación de intelectual, de su creencia en el Perú, de su afecto al compañero de generación y de ilusiones. Con diaria constancia y con seguridad en su pensamiento luchó –no sin dificultades- por crear seminarios de investigación donde el alumno ganara libremente certidumbre frente al empeño intelectual y transformara su anhelo juvenil en dedicación permanente; vió con gran alegría cómo la formación de profesores universitarios era constante y cómo la tribuna del Instituto, al lado de la Biblioteca y de las publicaciones de la Casa, era una voz como él la imaginaba siempre, testimonio de seriedad en la vida de la inteligencia y de afirmación de la cultura cristiana y del destino unitario del Perú.

Belaunde gozó en el Instituto Riva Agüero. Lo veo en 1946 en las tareas de reconstrucción y adorno de la casa, en los planes de los primeros seminarios, en la preparación de los programas de becas para los alumnos, y nunca lo olvidaré en el sillón de su despacho en el cual se hermanaban, como en la sobremesa de una gran familia, los serios asuntos académicos, los originales de una próxima publicación, con la visita de un personaje diplomático y con la llegada de una señora sencilla en busca de la recomendación de todos los días. A cada tema le concedía afectuosa dedicación y a todas las personas les mostraba su cariño, su cortesía; le era muy duro decir que no. Buena parte de la biografía de Belaunde queda en su escritorio y en la sala de espera que podría decir mucho de su tomo humano.

Y lo veo seguro y feliz en la tribuna del Instituto al pie del retrato de Riva Agüero y frente a sus amigos Garcilaso, Bartolomé Herrera, y el Padre Jorge; lo veo ahí con sus esquemas y lógica excelentes y con su oratoria que no resistía el apremio del papel, y lo recuerdo cuando visitaba a la Virgen del Rosario antes de llegar a la sala de conferencia siempre con el tono nervioso de creación que vivió en sus manifestaciones intelectuales. De verdad gozaba Belaunde luego de un acto académico al formular la reflexión oportuna, deducir analogías y establecer conclusiones.

Y qué decir del Perú que él nos enseñó en sus libros y en la tertulia frecuente. Para estudiar lo nuestro, hombres de todos los extremos ideológicos necesariamente tienen que acudir a la cantera de doctrina, de erudición y de crítica que se encuentra en los múltiples libros peruanistas de Don Víctor Andrés. Él vivió con gozo la interpretación del Perú como síntesis y afirmación humana. Hispanista, subrayó en el hombre español el sentido del honor y la alegría para encarar la muerte, y defensor de los Incas en Peruanidad enaltece los valores del Imperio Incaico que están presentes en el alma del Perú. Sufría hondamente Belaunde cuando advertía interpretaciones unilaterales y siempre reafirmaba con énfasis orgánico cómo todo el Perú es mestizo y cómo debemos asumir en nuestro afecto los aportes humanos creadores de la nacionalidad.
En su concepción de nuestro país, en el conocimiento de su historia y de su vida, en el cariño a sus tradiciones y a sus formas, en la defensa de los derechos de la República, en su ser completo, íntegro, muéstrase Belaunde como un peruano con todas las consecuencias. Arraigado en la historia y con la mirada alegre cara al porvenir dijo en el siglo XX el entusiasmo frente al ser mestizo que proclamó Garcilaso trescientos años antes; vivió la prestancia académica de Baquíjano y Carrillo, el amor a la naturaleza de Hipólito Unanue, la intensidad vital de Sánchez Carrión o de Vidaurre, la vocación teológica de Herrera, y entendió al Perú con la sonrisa de Palma y la maciza seriedad de Riva Agüero.

En el coloquio inefable de las almas él está muy cerca de nosotros y de sus deudos queridos, y con sus libros y con la prestancia de su ejemplo acompañará a muchas generaciones de peruanos. Él, que amó a Dios y no ocultó su afecto, vive ahora con sus muertos entrañables y sin duda quiere decirnos el bello texto agustiniano: no llores si me amas, si supieras el don de Dios y lo que es el cielo.

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