miércoles, 6 de octubre de 2010

PERUANIDAD - EL LEGADO DEL IMPERIO

III

EL LEGADO DEL IMPERIO

El Perú comprende hoy la mayor parte de los territo­rios a los que se extendió el Imperio incaico y una enorme masa de nuestra población desciende de las tribus que formaron el Tahuantinsuyo. Existe pues entre el Perú actual y el Incario el elemento de la continuidad geográ­fica y, en gran parte, el elemento de la continuidad biológica. ¿Puede afirmarse también que existe continuidad psíquica? ¿Podemos contemplar la peruanidad como la continuación del Incario por lo que se refiere al alma colectiva? ¿Conquis­ta e independencia serán simples episodios políticos que determinaron transformaciones en la superestructura de un pueblo que permaneció el mismo síquicamente hasta el mo­mento actual? ¿Será cierta la frase de González Prada cuan­do afirma: “No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos y extranjeros que habitan la faja de tierra situada entre el Pacífico y los Andes; la nación está formada por la muchedumbre de indios diseminados en la banda oriental de la cordillera”?.

Como veremos luego, la Conquista representó una trans­formación biológica en la población peruana, por obra del mestizaje y una transformación cultural por el aporte de fac­tores espirituales que han moldeado no solamente a la población mestiza, sino a la propia población indígena. Hay más –y esto es lo fundamental-. No podemos considerar el Incario como una verdadera nación. Es verdad que la unidad política que creó el Imperio constituye un elemento que se ha transmitido a la peruanidad, pero no puede afirmarse que haya existido un alma incaica, una conciencia nacional, en el Tahuantisuyo, que haya perdurado y que pueda considerarse como subsistente hoy mismo, como la forma sustancial, diríamos en términos escolásticos de la peruanidad.

Nuestra entusiasta admiración por la obra de los Incas, desde el punto de vista de la unidad política, de la técnica administrativa, de la justicia social, de los caminos e irrigaciones, no nos puede llevar a atribuir al Imperio incaico algo que éste no pudo, aun por razón de tiempo, formar en las tribus que sometió: una conciencia nacional.

El estado universal andino.

Una visión interesante, desde un punto de vista sinté­tico, del Imperio incaico es la del gran historiador inglés Ar­nold J. Toynbee. En su monumental obra que modestamen­te llama A study of history y que comprende profundos aná­lisis sobre la génesis y el crecimiento de las civilizaciones, es­tudia a los Incas como los fundadores del Estado universal de los Andes, esto es, como los creadores de una magna es­tructura política, de una organización integral en la región Andina de la América del Sur.

Este Estado universal andino que se origina venciendo obstáculos iniciales y se desarrolla con el estímulo de la pre­sión exterior, factores que para Toynbee tienen importancia fundamental, no constituyó una verdadera nación; fue sim­plemente una estructura política comparable a los Estados universales o Imperios creados igualmente por élites genia­les y que no lograron transformarse en verdaderas nacionalidades. La Nación tiene por su naturaleza un carácter limitado, no diré localista, pero preciso y determinado, en tanto que el Imperio tiende por su naturaleza a la universa­lidad. El elemento psíquico, que es el determinante, existe en los Imperios -y en esto no es una excepción el Incaico- solamente en la élite, pero no en la masa. En tanto que el alma nacional, en diversidad de grados, debe hallarse difun­dida en el cuerpo de la Nación. Las modernas naciones apa­recen animadas de un espíritu que se forja a través de una complicada evolución histórica. Este espíritu ha sido acen­tuado por la estructura política peculiar a la índole geográ­fica de cada región. En cambio la estructura imperial supo­ne un régimen rígido y de base principalmente material o guerrera bajo el dominio exclusivo de los núcleos tribales dirigentes sin importar la fusión total de los elementos some­tidos.

Esta maravilla histórica, que es el Estado universal andino, ha transmitido un precioso legado de unidad política, eficiencia administrativa y económica, a la nacionalidad pe­ruana, pero no puede decirse que constituya la plena inicia­ción de la peruanidad tal como existe hoy.

Territorios y tribus primitivas, dispersas o cohesionadas en efímeras estructuras políticas, han sido la materia prima en que se han plasmado la mayor parte de las naciones his­panoamericanas; pero fue indispensable la forma o el alma de una nueva cultura para crear las verdaderas nacionalida­des que se van elaborando lentamente en la colonia y lo-gran perfilarse en la independencia.

Aunque este punto de vista respecto de la relación en­tre la civilización prehispánica y las nuevas naciones no han sido objeto, que sepamos, de estudios especiales, puede de­cirse que él se encuentra ínsito en las más grandes autorida- des que se han ocupado del Incario.

Complejidad de los elementos del incario.

Means, en su documentado libro Ancient civilization of the Andes , pone de relieve la complejidad de la composi­ción del antiguo Perú. Tanto las tierras altas como las de la costa estaban, para Means, llenas de innumerables Estados de un carácter o alcance más o menos localizado. Esta vas­ta variedad iba desde el simple ayllu, común a todos, hasta las más complicadas estructuras. Los grupos de ayllus go­bernados por curacas llegaron a formar confederaciones co­mo las de los Collas del Titicaca, como las de los Chancas en Andahuaylas y las de los Chinchas en la costa. Por últi­mo aparecen los estados señoriales o feudales, como los de Cuismancu, Chuquimancu, el gran Chimú y el propio reino de Quito.

La unidad política establecida por la conquista incaica no pudo determinar la fusión absoluta de esos elementos en lo que podríamos llamar una entidad nacional. El mismo Means lo reconoce cuando dice: “Fue además un Estado muy seriamente organizado y rígidamente sometido a la autoridad central en la persona del Inca; y sin embargo era, por lo que se refiere a la masa del pueblo, fuertemente regionalista en su carácter, teniendo cada tribu su propia organización y sus actividades locales, estando unidos al gobierno impe­rial sólo a través de la jerarquía de los oficiales de la tribu y del imperio”.

En la realidad el Imperio fue una superestructura, una fuerte integración política, pero que dejó persistentes las ca­racterísticas de los elementos locales. En la estructura gene­ral del Imperio se destacó una verdadera dualidad. Luis Baudin, en su fino y penetrante estudio L’'Empire socialista des lnkas destaca esa dualidad con estas palabras que con­viene citar: “El sistema peruano se superpuso a las comuni­dades agrarias antiguas sin destruirlas, como el culto del sol se superpuso a los cultivos locales, el quechua a las lenguas regionales, -el matrimonio por donación al matrimonio por compra”. Como el alma colectiva se refleja en la lengua, la prueba de nuestra tesis se halla en la conservación de la diversidad de lenguas a la cual también se refiere Baudin: “Sin embargo, como una gran parte del Imperio fue conquis­tada solamente poco tiempo antes de la llegada de los españo­les, los pueblos de esos países no olvidaron su propia len­gua, y como por otra parte los Incas establecían en las regio­nes sometidas tribus que venían de muy lejos, que no habían perdido tampoco su propia lengua, resultaba en ciertos luga­res una triple superposición de dialectos”.

La conciencia imperial de la élite incaica

No cabe suponer que pudieran contrarrestar el efecto del localismo lingüístico, religioso, económico y ciertos as­pectos administrativos, las reglamentaciones estrechas y de­finidas del Imperio, la obra de caminos, el admirable sistema de justicia y previsión social y el violento traslado de las tri­bus a diversas regiones para asegurar, más que la asimila­ción general, el orden público. A pesar de esta obra, el mis­mo Baudin tiene que confesar lo siguiente: “En los Incas la vida entera se refugia en la sola clase dirigente y esencialmen­te en el jefe; fuera de él y su familia, los hombres no son hombres, sino piezas de la máquina económica y números de la estadística administrativa”. Y luego agrega, más concretamente: “El Imperio peruano se resumía en un peque­ño número de inteligencias que absorbía la vida entera del país”. Estas citas confirman nuestra tesis de la existencia de una conciencia imperial de la élite, constituida natural­mente por la aristocracia incaica pero sin una proyección efectiva en el resto de la población. No cambió el carácter de esta limitada conciencia imperial la sabia política de los incas, de asimilar a la aristocracia provincial. Recuerda Means que en el Colegio reformado por Pachacútec se re­cibía no sólo a los miembros de la casta imperial sino a jó­venes de la nobleza provincial que podía llegar a ser influida por la idea incaica y convertirse en agente para la propaganda incaica. La educación de la élite provincial en la época de uno de los últimos incas no logró modificar, en la masa, las modalidades y características que tenían antes de su incor­poración al Imperio.

Como los incas se interesaban principalmente en la pre­servación de la unidad política, llegaron a establecer la me­diatización de los jefes naturales incorporándolos a la jerar­quía incaica, como lo reconoce el propio Means al referirse a los reyez:uelos de Cuismancu y Chuquimancu. Dice Jeans que los jefes de Estado que entraban al Imperio, sin rebelar­se, continuaban en sus puestos dentro de la jerarquía incaica.

La política imperial de los Incas, conforme por otra parte a la política imperial general o sea a la orientación de los Estados universales, compaginaba la unidad política y el régimen centralista con esta aceptación de las características de los diversos elementos que iban conquistando. Es posible que la transformación de ellos se hubiera realizado si el Im­perio hubiese durado mucho tiempo. Es indudable que los incas dejaron su sello, con varia intensidad, en todos los te­rritorios que lograron conquistar; pero esa huella que con diversa profundidad se encuentra por doquier en el Tahuan­tinsuyo no llegó a constituir una verdadera, intensa y viva conciencia nacional, excepción hecha tal vez en la región del antiguo núcleo del Imperio en las regiones aledañas al Cus­co. La falta de esa difusa conciencia nacional por estar la conciencia imperial concentrada en una aristocracia, explica el fácil derrumbamiento del Imperio. Así ha podido afirmar Riva Agüero con entera justeza: “Destruida con la conquista la clase directiva, la aristocracia de los orejones, que era la armadura y nervio de la potencia incaica, los súbditos queda­ron rendidos y deshechos, aventados al azar como un pobre rebaño fugitivo de llamas sin pastores”.

Claro está que existió siempre un gran prestigio en todas las tribus, unido al recuerdo de los Incas, prestigio que per­duró, como observa Humboldt, hasta en la revolución de Túpac Amaru, realizada, por otra parte, en una zona en que la influencia incaica fue más antigua y más intensa. Pero ese prestigio semejante al de la autoridad romana en el territorio de ese Imperio no puede confundirse con la conciencia de la unidad nacional.

Invoquemos por último la opinión de Basadre en su es­tudio del derecho incaico, en el cual clasifica al Imperio como un Estado al nivel de los creados en el mundo histórico asiático. Es decir, que el Estado incaico fue un Estado im­perial, con grandes ventajas y características, como veremos luego, pero que no podía asimilarse a este producto típico de la civilización moderna que es el Estado nacional, efecto y sostén, al mismo tiempo, de una conciencia nacional.

La Peruanidad, que ha heredado elementos tan valiosos del Incario, que vamos a tratar de precisar, no puede consi­derarse, en estricto análisis como la continuidad integral y principalmente síquica del Incario. Nuestra conciencia nacional, aunque tenga un antecedente en la unidad imperial in­caica, no es continuación ni resurrección de ésta; es un pro­ducto posterior creado en la evolución histórica subsecuente, sobre la base de elementos que venían del Incario y los de la civilización cristiana traídos por la Conquista.

La unidad política del Incario, unidad imperial y por lo mismo universalista, fue la creación genial de una aristocra­cia efímera, una construcción mecánica que se extinguió con la desaparición de la clase dirigente. No cabe, tampoco, con­siderar nuestra conciencia nacional en relación con las tri­bus que formaban el Imperio, porque esas tribus, como lo hemos notado, presentaban elementos diversos, perfectamente diferenciados, que por la multiplicidad de lenguas y hasta de notas culturales podían estimarse como núcleos de distintas entidades primitivas.

La unidad nacional que hoy reúne todos esos elemen­tos no ha sido el fruto exclusivo de la unidad política, sino el resultado de muchos factores. La unidad política incaica fue reemplazada por la unidad política de la burocracia es­pañola, y ésta como lo hemos dicho, por la burocracia criolla o mestiza. El efecto de esa continuidad, la mayor o menor amplitud en la selección de la clase dirigente y las nuevas transformaciones biológicas, económicas y culturales, han sido las verdaderas forjadoras de nuestra conciencia y unidad nacionales a través de un proceso histórico que ha durado cuatro siglos y bajo la inspiración realmente unificadora de la religión católica.

Esta discriminación casual no significa que olvidemos la continuidad biológica, en buena parte de los elementos de la peruanidad, por lo que se refiere al Incario, ni que dejemos de considerar con orgullo su legado imperial que precisamen­te queremos esbozar en este ensayo. ¡Bello y fecundo lega­do en verdad, que está en nuestras manos aprovechar favo­recidos por un espíritu que los Incas no pudieron tener y por los prodigiosos descubrimientos de la técnica moderna! Legado de honor y por lo mismo de inmensa responsabilidad.

El legado de la unidad política.

Destácase sobre todos los caracteres del Imperio incaico la unidad política, unidad que fue la base de su grandeza, unidad que fue una obra milagrosa, realizada contra las di­ficultades territoriales y las diversidades étnicas. Hemos mantenido ese legado de la unidad política. Podría decirse que España, sobre todo la España de Carlos V, Estado imperial como el Incaico, quiso conservar, bajo un solo mando, el vasto territorio del Tahuantinsuyo. Verdad es que las pri­meras capitulaciones lo dividieron en las fajas paralelas de doscientas leguas conferidas a Pizarro, Almagro y Pedro de Mendoza. Pero la vida se burló de estas geométricas distri­buciones. Pizarro asumió el mando de la Nueva Toledo y conquistadores salidos de Lima, siguiendo las rutas incaicas, penetraron en el territorio de Arauco, llegaron con Benalcázar y sus tenientes a Pasto, al valle de Cauca y hasta Antio­quia e intentaron la conquista de la hoya amazónica. En ese sentido el Virreinato del Perú, entidad imperial, con­tinúa y aun supera al Incario. Fue el pensamiento de Carlos V suceder en la soberanía a los Incas, y así sería cierto lo que dijo el peruano Alvarez, cuando afirmaba en su Preferencia de los americanos en los empleos: “El imperio de las Indias uniéndose por la conquista a la corona de España, no perdió los fueros de imperio”.

En el siglo XVIII abandona España este concepto de la unidad imperial peruana cuando violentamente y contra la geografía y la historia unió Quito a Nueva Granada, y Char­cas al Virreinato de Buenos Aires.

La unidad política que, con tanta sagacidad como efica­cia persiguieron los Incas para su Estado Universal, tenía que ser la base y la armadura de la Nacionalidad que se forja a través del largo período colonial por la fusión de las razas española e indígena y por el aporte de los elementos de la cultura cristiana.

La Peruanidad exige el mantenimiento celoso de esa uni­dad política en los territorios, que en el momento de la inde­pendencia formaban el virreinato de Lima y cuyos habitantes se unieron libremente para formar una nueva nacionalidad. A esta fuerte unidad política no repugnaba la aceptación de diferencias regionales y la intensificación de la vida local. Al contrario, como lo hemos repetido muchas veces, y hoy es nuestro deber repetido una vez más, una Nacionalidad fuerte exige entidades regionales y departamentales fuertes, económica y espiritualmente. Mas ese regionalismo no debe comprometer la unidad de la Patria y la eficacia de sus direc­tivas esenciales.

El regionalismo económico y cierta descentralización ad­ministrativa pueden marchar paralelamente con la acentua­ción de un movimiento que afirme la eficacia del poder cen­tral en el orden educativo, en el orden de los transportes, y, sobre todo, en el orden de la conciencia nacional.

De dos instrumentos se valieron los Incas para avivar la vida regional económica y al mismo tiempo para acentuar la unidad política. A ellos nos hemos referido en el capítulo anterior, cuando dijimos que las dos bases fundamentales de la política incaica fueron: irrigación y caminos. A pesar de los meritorios esfuerzos hechos en este sentido, a que hemos aludido también, falta aún mucho para que podamos de­cir que hemos cumplido el legado del Imperio. Al lado de esas bases naturales de la unidad, tenemos las morales y es­pirituales de la educación, que debe orientarse hacia la afir­mación de la conciencia nacional, y principalmente, la de la unidad religiosa, que debemos mantener respetando los sen­timientos del País.

El legado de una misión civilizadora.

El Imperio nos deja otro legado: su carácter civilizador. En la aristocracia incaica se reunieron dos caracteres que no siempre van juntos: la máxima capacidad guerrera y la máxi­ma cultura en relación con las otras tribus, de un modo gene­ral. No siempre las tribus guerreras, tribus vencedoras, fueron tribus civilizadoras. En muchos casos el mensaje de la civilización lo aportaron los pueblos vencidos y conquista­dos cuando dieron su cultura a sus conquistadores. Es el caso de Grecia respecto de Roma, es el caso de los habitantes de México respecto de los aztecas. En el Perú el mérito de los incas consistió en que atendieron no solamente el domi­nio político sino a la más alta cultura. Nosotros debemos conservar esa tradición. La extensión de la influencia cen­tral no debe ser en nuestro país simplemente la de un más acentuado fiscalismo o la de una más intensa presión políti­ca. Las burocracias centrales deben representar avanzadas de cultura. El atraso en que se encuentran las masas indí­genas que viven en muchas partes no sólo como vivieron en época de los incas sino como antes del Tahuantinsuyo, re­quieren del Estado peruano el cumplimiento de su legado ci­vilizador.

Es motivo de la más grande desolación patriótica com­parar los esfuerzos que se han hecho en México y en Boli­via sobre la educación e instrucción de los indígenas con los que hemos realizado. El país ha purgado, hasta con desas­tres nacionales de tremendas consecuencias, la culpa de ha­ber descuidado su misión civilizadora respecto de la raza abo­rigen. Aún no tenemos, acerca de este gran problema, un programa estructurado. Hermosos y aislados ensayos aquí y allá, pero no se destaca un plan general, como sería el es­tablecimiento en los principales centros indígenas, de gran­jas, escuelas-talleres, que, como las abadías medioevales, edu­quen a las masas indígenas considerando las necesidades de su ambiente.

Este es un legado del Imperio al que no hemos respon­dido aún, no obstante de que ese requerimiento estaba reite­rado con toda intensidad por el aspecto fundamental de la peruanidad, o sea la fe cristiana.

El legado de la justicia social

Basadre, en una bella página de su libro Historia del Derecho Peruano, destaca una característica del Estado in­caico que lo diferencia de las grandes monarquías orientales. Dice el mencionado historiador: “No vivió despreocupado del pueblo como los grandes imperios sangrientos el asirio y el persa... Mientras los demás Estados usaron la vida eco­nómica general para fines de tributación, los Incas hicieron de esta tributación la base de vida económica general. En este sentido fue proporcionalmente la situación de la gente, colocada en los estratos ínfimos de la vida social de los incas, menos abandonada o menesterosa que la de las gen­tes colocadas en plano análogo no sólo entre los Estados antiguos sino aun entre los Estados más modernos”. Recor­demos nosotros las palabras de Polo de Ondegardo: “y ansi jamás obo hambre en aquel rreyno”.

El Imperio nos dejó el legado de un gobierno paternal y humanitario; legado en consonancia con el sentido cristiano que debió tener la conquista, y que lo tuvo desde el punto de vista religioso. Es un valor esencial en la peruanidad el sentimiento y la preocupación por toda obra social. Por un imperativo tradicional, el gobierno estaba destinado a dar pre­ferencia, entre los problemas nacionales, a los problemas de justicia social. Quien estudie de cerca la historia peruana descubrirá, aun en nuestras peores épocas, la palpitación de un sentimiento humanitario y la generosa tendencia hacia obras de carácter comunitario. Ello explica el magnífico de­sarrollo de las obras de beneficencia en la época virreinal. Esta hermosa tradición conservada hasta la época actual se ha manifestado en obras recientes y en la avanzada legisla­ción sobre el trabajo y seguro social.

No es pues anatópica, ni necesita robustecerse con co­rrientes exteriores, la orientación que haga del Perú el país más adelantado de América en obras de justicia social.

Sin perjuicio de respetar la iniciativa y propiedad indi­vidual, base de todo progreso, nuestra estructura financiera tiene que orientarse hacia una más justa distribución de la riqueza a la difusión de la pequeña propiedad y de la pe­queña industria y a la generalización y consolidación del se­guro social.

El legado de la dignidad imperial.

El Incario fue un Estado universal. Supo llevar con su­prema prestancia la dignidad imperial. No se ha borrado este sello de la historia del Perú. Lo mantuvo el Virreinato aún después de las amputaciones realizadas por la dinastía borbónica.

Resurge, sobre todo en la época de Abascal, cuando este virrey, con elementos principalmente peruanos, criollos blancos, mestizos e indígenas, sostuvo el predominio de la autoridad imperial contra la dispersión de las soberanías en la revolución de los cabildos en Quito, Charcas, Chile y Buenos Aires.

Abascal sintió el "imperium" y puso al servicio de él todos los elementos que habían constituido el antiguo virrei­nato y el antiguo estado de los incas. Parecen éstos revivir al conjuro del ideal de la lealtad monárquica.

La orientación equivocada que representaba esa lealtad no puede alterar el criterio histórico en la apreciación de la magnitud de la empresa y del significado intrínseco de los esfuerzos realizados. Ejércitos, peruanos por sus jefes, ofi­cialidad y tropas, debelaban la revolución de Quito, derro­tan las expediciones del Río de la Plata en el Alto-Perú y ponen fin al movimiento chileno restaurando así el virreinato de los siglos XVI y XVII, desde Pasto hasta el estrecho de Magallanes y amenazan las provincias del Río de la Plata, que sólo detienen la invasión peruana en la batalla de Salta.

No puede explicarse la actitud de Abascal, y sobre todo la cooperación de la población peruana, sin la influencia de lo que podríamos llamar el "espíritu del imperio". España en manos de Napoleón, el virrey Abascal fue de hecho abso­lutamente autónomo e independiente; ejerció la plenitud del imperio. La desgracia para el Perú fue que Abascal no die­ra el paso lógico dentro de la realidad creada, de proclamar, si no la independencia, por lo menos la autonomía de ese im­perio, dentro de la gran monarquía española. Aquel paso habría facilitado la independencia de toda la América del Sur, no habría dejado aislado el movimiento de Iturbide en México, que representó después una orientación semejante y habría dado al Perú, en el Pacifico, la situación que Brasil ha ocupado en el Atlántico. Noche trágica y decisiva para la peruanidad aquella en que Abascal, dueño de los destinos del antiguo virreinato y verdadero amo y señor de su vasto territorio, se decidió por la absoluta e incondicional lealtad a Fernando VII en lugar de realizar la idea que se atribuye al conde de Aranda.

El enorme esfuerzo de afirmación nacional e imperial que hace el Perú dentro de la orientación equivocada de la lealtad monárquica nos llevó a la independencia completa­mente agotados. Las energías y la actividad del Perú se gasta­ron en el vano esfuerzo de afirmar la lealtad de la dinastía que no comprendió ni los intereses ni el destino histórico de sus posesiones en América. El carácter trágico y transitorio de ese momento imperial del Perú no puede justificar el que se le olvide, porque él representa, en primer término, la prue­ba del valor e intensidad de la peruanidad en esos momen­tos, y porque explica la posición desfavorable del Perú fren­te a las corrientes emancipadoras en el segundo período de la revolución.

Este legado de dignidad imperial se conservó en la Re­pública. Estaba en la tierra y en el aire. San Martín se re­bela contra el gobierno de Buenos Aires y crea un gobierno independiente en Chile, pero al llegar al Perú no se siente sim­plemente un soldado victorioso; asume el gobierno y sueña con establecer una monarquía que comprendiese el Perú, Chile y el río de La Plata semejante a las provincias unidas de Hispano-América, con un Inca a la cabeza, que propuso en Tucumán el espíritu generoso de Belgrano. A Bolívar le hablaba en el Chimborazo el dios de Colombia, pero cuando atraviesa los desiertos peruanos y escala los Andes y recorre el Collao hasta Potosí, al volver a Lima, le habla el espíritu del Imperio y forja su sueño de la Federación de los Andes. Santa Cruz, vencedor en Yanacocha, pudo pensar que el establecimiento del Estado sud-peruano iba a concretarse en un movimiento secesionista a favor de Bolivia. Llegado a Lima, la Confederación sucesora del im­perio se convierte para Santa Cruz en el ideal sincero de su vida.

Esta tradición imperial del Perú tuvo la nobilísima ex­presión de cierta primacía espiritual. Respondiendo a esta tradición, el Perú sintió palpitar en él conciencia americana cuando convocó a los Congresos de Lima de 1847 y 1866, y adoptó las generosas actitudes de su protesta frente a la invasión de Santo Domingo y de México, reconoció la beli­gerancia de Cuba y suscribió el tratado de alianza con Bo­livia en la condición de que ésta no extremara su política respecto de Chile.

Dentro de esta tradición imperial vieron al Perú los di­plomáticos extranjeros. Duarte D' Aponte Ribeyro, después de haber residido en Lima como Encargado de Negocios del Brasil, al regresar a su patria presentó un Memorial. En ese documento, Duarte D'Aponte decía que el Perú tiene en el Pacífico una posición semejante a la del Brasil en el Atlántico; tradiciones imperiales y de corte que le viene de la época de los Incas y del Virreinato. El Brasil debía man­tener allí su principal agente diplomático con rango de Pleni­potenciario y colocar sólo Encargados de Negocios en los países vecinos.

Nosotros debemos conservar este valor de la dignidad, imperial que no puede tener hoy, consolidadas las naciona­lidades y definidas las fronteras, manifestaciones territoriales, pero sí intensas manifestaciones espirituales. Ocupa el Perú un puesto de primogenitura en América. La civiliza­ción de territorios que son parte de Colombia, del Ecuador, Chile, Argentina y Bolivia fue obra, en la época precolombi­na, del Imperio de los Incas. Y en la colonia, la irradiación cristiana civilizadora a esas mismas regiones tuvo su centro en Lima; y si la independencia surge en la periferia del enor­me imperio, sólo se consolida cuando convergen en el Perú los ejércitos de San Martín y de Bolívar.

La defensa de la Peruanidad supone el celoso y vigilan­te cuidado de todo lo que comprometa o manche la dignidad imperial de nuestra tradición. Hay que educar a las genera­ciones jóvenes en este culto y en la conciencia de la majes­tad moral de nuestra historia. Si no hubiéramos perdido en ciertas épocas esta conciencia, no se habrían realizado los dolorosos acontecimientos que comprometieron no sólo nuestro honor sino nuestra existencia, en 1829 y en 1841, y que han puesto a veces una nota trágica y bufa al mismo tiempo en nuestra evolución política.

Correspondió a esta dignidad imperial el heroísmo en nuestras derrotas y la empeñosa abnegación en nuestra lar­ga resistencia en la guerra con Chile. El sentido imperial de nuestra historia tuvo así, en unos casos, manifestaciones de esplendor material, y en otros, revelaciones de una fuerza moral. El amor de nuestra historia nos impone el incansable denuedo de conservar en nuestra vida el sello que le impri­mió la indiscutible grandeza de los Imperios incaicos y vi­rreinal, de los cuales somos sucesores.

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