miércoles, 6 de octubre de 2010

ADIOS AL MAESTRO INOLVIDABLE - HOMENAJE

DISCURSOS EN EL CEMENTERIO

César Pacheco Vélez, en nombre de sus discípulos

De pronto, una ráfaga fulminante se ha llevado a Víctor Andrés Belaunde, como si un rayo hubiera caído sobre el viejo árbol enhiesto, pletórico de fronda, cuajado de frutos todavía, a cuya sombra hospitalaria todos nos acogíamos y al que nos abrazábamos intentando preservarlo de las contingencias inexorables del tiempo. Lejos de esta patria peruana que fue su pasión y fue su ensueño, per a unos pasos apenas de ese foro mundial en que se debatían los destinos de su patria ecuménica y donde su palabra, unánimemente reconocida y respetada, encarnaba la milenaria prestancia de esta tierra, al caer la noche, junto a su esposa y compañera, ha dado su última batalla y ha pasado de la juventud a la eternidad, casi de pie, al concluir la última jornada de su prodigiosa ancianidad, que no conoció la fatiga ni el lento declinar de la senectud.

A él no lo ha sorprendido la muerte: la esperaba como buen cristiano y dialogaba diariamente con ella en sus vigilias, en la dulce compañía de sus propios muertos, de sus sabios y de sus santos, Bossuet y Pascal, Martín de Porras y Teresa de Jesús. Se ha despedido con serenidad de esta vida que amaba entrañable y desbordantemente. Y aunque estaba adherido a la tierra, al paisaje y a sus gentes con entusiasmo y alegría, trashumante incansable, se ha ido preparado para este viaje que ya lo urgía y apremiaba, vislumbrando con resignación y con nostalgia el desasimiento final de los seres y las cosas queridas de este mundo. Era un exultante amador de la vida, pero en su sangre y en sus huesos la había transido luminosamente de espíritu. Vida era para él la liturgia y la plegaria cotidiana de su fe conmovedora; vida el paisaje con su contorno y su confín, inundando los estadios de su alma; vida, el diálogo abierto a todos los horizontes que animaba con el fuego de su comunicación diáfana, de su simpatía rebosante; vida la tarea intelectual, de idealidad fervorosa, de intuitiva creación incesante, de expresión apotegmática; vida, la lectura fecunda, el trabajo estimulante, el servicio abnegado de su causa; vida, la contemplación de la belleza que siempre lo deslumbraba y conmovía, en el crepúsculo o el sosiego del campo, en la mujer, que consideraba la más hermosa creación divina, o en las acciones buenas de los hombres; vida el yantar afable y sencillo, rodeado de los suyos; vida en fin, la vida misma, particular y concreta de cuantos lo rodeaban para descubrir en todos sus virtualidades positivas ¡con qué generosidad y nobleza!

No sólo ha culminado una biografía eminente, con sus luchas y sus abatimientos, sus ilusiones y sus desengaños, sus glorias y sus triunfos extraordinarios: se ha ido una humanidad de leyenda, una manera anchurosa, cálida y confortante de vivir y de amar, una forma auténtica y cabal de ser bueno. Dice el Eclesiastés que “la sabiduría del hombre ilumina su rostro y muda la rudeza de su semblante”. Así, iluminada por su sabiduría y su bondad, queda indeleble en mi memoria conmovida su imagen patricia y venerable de claro patriarca, hidalgo arequipeño universal de hondos surcos y mirada penetrante y vivaz, que agitaba los brazos para estrechar la amistad efusiva y la comunidad de los ideales o para sellar sin discordia la altiva y honesta discrepancia. Así lo veo: volviendo a su sitio el rebelde mechón que le caía sobre la noble frente, o el supérstite lazo negro de la corbata, expresivo de la simbólica trabazón de las generaciones que en él confluían y desde él se proyectaban; su caminar increíblemente ágil y erguido; el énfasis, el vigor, el pastoso don suasorio de su voz y su palabra, rica de matices, desde el grito enardecido hasta el susurro, cuya elocuencia nunca puso al servicio del rencor ni la envidia; la eficacia definitiva de su ademán y de su gesto, que ejercitaba espontáneo y libérrimo, sin el mezquino freno de los respetos humanos; la vertical reciedumbre de su talante, que surgía desde sus más profundas raíces telúricas y atávicas, prodigando el aroma de su buen humor, eufórico y risueño, sencillo y de verdad humilde.

Más allá de las ceremonias convencionales y de las honras póstumas, se ha ido un hombre excepcional y por eso nos hiere un dolor lúcido y desgarrado que ningún homenaje puede disipar. Los peruanos, aún aquellos que no han vibrado con su oratoria, ni aprendido la lección medular de sus libros, ni comprendido en toda su dimensión el desamparo de esta hora, saben que él era un hombre grande y bueno en quien la Nación había concentrado muchas de sus virtudes seculares para que él las expresara luego en la maravilla de sus fórmulas y de sus iluminadas teorías. Trabajó sin descanso por la paz y fraternidad entre los pueblos, y por eso una onda de emoción ha recorrido los cables de todos los confines para traernos el testimonio de un sincero duelo internacional.

¿Qué voy a decir Víctor Andrés ante tus restos mortales, en nombre de tus discípulos, que fueron tantos y mejores que yo? Apenas la promesa balbuciente de mantener vivas esas parcelas de tu hermosa heredad que nos hiciste compartir contigo: las páginas de la revista que fundaste hacen ya casi cincuenta años y en las que nos enseñaste a comprender que el tiempo es experiencia y no distancia, porque supiste ser el vínculo cordial de cinco generaciones y nos diste la lección de tu perenne juventud y de tu insobornable voluntad de forjar las solidaridades en el trabajo, en el amor y en la fe; las aulas del Instituto que creaste para perpetuar la memoria ejemplar de tu compañero de ideales, pero sobre todo para acendrar la esencias del Perú, sin impíos olvidos, para afirmar y enriquecer la síntesis viviente que tú has descubierto y rescatado para siempre del fondo de los siglos, dándole un sentido primaveral a nuestra historia.

Te has ido Víctor Andrés, súbitamente, conforme nos lo habías anunciado. Ante tu muerte idónea, como la ansiaba Rilke para sí, podemos decir que se ha cumplido la parábola de tu vida como tú la quisiste: inquietud incesante, que es el ansia de Absoluto; serenidad, de trecho en trecho, que es la ilusión o la esperanza de poseerlo. Y en ese ritmo espiritual de inquietud y serenidad que ha dado sentido a tu existencia, al culminarla y presentarte ante Dios: la Plenitud a que estabas llamado, para decir las palabras de San Agustín, tu predilecto: “Nos hiciste Señor para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que no repose en Ti”.

Adiós maestro noble y querido, maestro inolvidable. Te has ido, pero bien sabemos que no estarás ausente de nosotros. Vives ya en la conciencia de la patria peruana, que palpita de dolor en este día triste, pero también de fe en los destinos que tú le iluminaste. Vives ya en los corazones de los hijos de tu espíritu, como una llamarada que abrazaremos siempre con devoción y con ternura.

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