DON VÍCTOR ANDRÉS Y YO
Por Ciro Alegría
De Expreso, 19 de Diciembre de 1966
El título de esta crónica quizás parezca demasiado presuntuoso. Confieso que me acojo a él para establecer una delimitación necesaria. De otro modo no podría escribir hoy sobre don Víctor Andrés Belaunde, cuyo fallecimiento lamenta la nación. Sus actividades fueron tan múltiples, su actuación tan fecundamente prolongada, (inició su carrera diplomática y literaria antes de que yo naciera), que no me sería posible enjuiciarlo con pleno conocimiento.
Mi ausencia de veinticinco años en el extranjero me impidió, además, leer y observar con la debida atención en todos los casos. Al regresar, para ponerme al día en materia de lecturas solamente, el tiempo me ha resultado corto. Es así como debo escribir acerca de don Víctor Andrés Belaunde en relación conmigo. Mi homenaje será también, aunque fragmentariamente, el testimonio inicial de un escritor de mi generación.
El año 1960, al poco tiempo de haber regresado al Perú para quedarme, fui elegido miembro de la Academia Peruana de la Lengua, correspondiente de la Española, institución de cultura que don Víctor Andrés presidía con acierto y prestigiaba con su nombre de escritor sumamente diestro. Me dirigió entonces una elogiosa nota comunicándome la designación e invitándome a las sesiones. Así lo hice y pude conocer, personalmente, a un anciano de muy avanzada edad que no había mellado su corazón animoso y cuyo pensamiento claro dominaba los más variados temas, discurriendo con verbo fácil y elegante dentro de su sencillez. Era también propenso al humor. Diré mejor que su pensamiento severo a menudo sonreía.
En la Academia de la Lengua, la vasta cultura y la múltiple inquietud intelectual de don Andrés, determinaban que se hablara de todo y no sólo de problemas relacionados con el idioma y la vida institucional. En los últimos tiempos, estaba muy empeñado en que la Academia publicara una serie de clásicos peruanos, comenzando por el Inca Garcilaso. Y así se encontrara en el fin del mundo debido a su actividad diplomática, regresaba siempre a Lima para celebrar con la que “limpia, fija y da esplendor” el día de Cervantes.
A poco de conocernos, me dijo se sopetón: “¿Qué le parece lo que digo sobre Ud. en Peruanidad?”. Admití que no conocía tal libro. Me leyó entonces la siguiente página: “En la Realidad Nacional hicimos una simpática apreciación de la obra de Mariátegui que, es justo reiterar ahora en lo que ella tiene de sinceridad. Pero los marcos y las teorías de influencia marxista no son lo importante en la obra de Mariátegui. Su aporte de valor permanente es su aguda presentación de muchos aspectos de la realidad peruana, sus observaciones e intuiciones concretas y su orientación a la vida nacional en la cual no puede negarse el valiosos antecedente de García Calderón, Riva Agüero y, en general, de la generación novecentista. Las novelas de Ciro Alegría, sobre todo El Mundo es Ancho y Ajeno, dieron respuesta a un anhelo nuestro expresado al final del capítulo de réplica a Mariátegui sobre nuestra evolución cultural: el surgimiento de una obra que recogiera el mensaje de la tierra y el grito de dolor y protesta de la raza aborigen. En estilo cuya modernidad y peruanismo no ahoga las nobles esencias hispánicas, Ciro Alegría ha pintado de un modo magistral e impresionante no sólo magníficos cuadros de nuestros paisajes sino también escenas profundamente representativas de la peculiar vida peruana. En la emoción de la tierra de la raza palpita un aliento de poseís en que se funden el sentimiento telúrico, la nostalgia adolorida y el ansia de infinito del hombre andino”.
Le agradecí sus elogiosos conceptos y luego nos enfrascamos en una discusión larga, un tanto aguerrida y siempre amena. “¡Vaya, Ud. Es un doctor en peruanidad!”, me dijo en cierto momento. No pudimos ponernos de acuerdo en muchos puntos, pero la ponderación que empleaba al discutir y la forma honrada con que admitía algunos ajustes de cuentas a las conservadores del país (Belaunde se decía “conservador democrático”) me hicieron apreciarlo grandemente.
Con el tiempo y a medida que lo fui conociendo más, el aprecio se volvió admiración por el escritor que sostenía con indeclinable honradez sus ideas.
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