jueves, 7 de octubre de 2010

VICTOR A. BELAUNDE, MAESTRO DE LA TRASCENDENCIA - HOMENAJE

In Memoriam

Por JOSÉ HERNÁNDEZ DE AGÜERO

La Gaceta, Trujillo, 14 de Enero de 1967; trascrito en Correo, Lima, Domingo 22 de Enero de 1967.


Veinticinco de julio de 1921. No sé cómo sería esa mañana lejana de invierno en el Callao. Me la imagino triste y doliente, con girones de niebla flotando sobre el puerto.

Víctor Andrés Belaunde aguardaba la hora de partir rumbo al destierro. Había cometido el delito de no poner su talento al servicio del gobernante de entonces, quien decretó el exilio. El motivo aparente fue una célebre conferencia en la Universidad de San Marcos, donde el fogoso tribuno arequipeño hizo la defensa vehemente de los derechos civiles.

Apenas tuvo tiempo, en San Lorenzo de escribir apresuradamente unas apasionadas líneas de adiós a Teresa Moreyra y Paz Soldán, quien dos años más tarde se uniría a él, mitigando con amor y abnegación su soledad de exilado.

Nadie puede precisar la medida en que los diez años de destierro, con su secuencia de penurias y tristezas, cambiaron el destino de un hombre eminentemente dotado para servir a su país.

Tal era, sin embargo, su vocación de servir, que colocado en cualquier circunstancia, no podía dejar de cumplirse ese destino. Y se cumplió.

La noche del 16 de diciembre de 1966, casi medio siglo después en aquel mismo puerto que le vio partir en plena juventud, el viejo luchador regresó, por fin, del gran exilio, envuelto su cuerpo en la bandera que tanto amó. El Perú, emocionado, recibió sus restos y por un instante se detuvo también el corazón de la Patria. Con su muerte logró efímeramente, la gran ilusión de su vida: la unión de todos los peruanos.

Extraño país el nuestro que tantas veces en el pasado se permitió la dispendiosa práctica de exilar sus más altas inteligencias, sacrificando su “élite” en el ostracismo.

En cierta forma Víctor Andrés Belaunde siempre fue un exilado. Su prestigio en el país nunca rayó a la altura del que gozaba en el extranjero. Fue solamente hacia el final de su vida, cuando la evidencia de este reconocimiento exterior se hizo abrumadora, que le hicimos justicia en nuestra tierra, en su propia tierra.

De esta manera sólo su muerte pudo romper del todo lo que él mismo denunció como “la confabulación del silencio” en un agudísimo ensayo sobre la psicología nacional que conserva intacta su dolorosa vigencia.

Fue, quizás, su largo apartamiento de estas fuerzas negativas que constituyen gran parte de nuestra idiosincrasia nacional, lo que le permitió alcanzar la plenitud de su personalidad.

Cabe como peruanos preguntarnos en un examen de conciencia sincero y no carente de angustia, ¿cuántas figuras cuajadas de promesas, cuántos destinos se han frustrado entre nosotros por lo que el ilustre desaparecido llamó: “nuestros rencores”, “nuestra reticencia”, “el rumor anónimo”, “la suspicacia sutil”, “el frívolo afán de burla y de cháchara?”.

Víctor Andrés Belaunde puede esperar tranquilo el juicio de la historia. Sus libros, sus innumerables discursos, conferencias y ensayos sobre temas tan variados como correspondía a su talento humanista, son ahora material invalorable a disposición de investigadores y biógrafos del futuro.

Lástima grande que muchos de sus momentos más brillantes se perdieran irremediablemente.

Como buen exponente de la inteligencia mediterránea, gustaba de improvisar teorías en amenas tertulias. Era peripatético y departía generosamente en largas caminatas, deteniéndose para contemplar el paisaje, la belleza de un atardecer, la naturaleza, en fin, que aprendió a amar desde muy niño bajo el fulgor del cielo de su ciudad natal, la Arequipa de su infancia.

En aquellos momentos alcanzaba a menudo una originalidad de pensamiento y una claridad de expresión que, de haber alcanzado la forma escrita, hubieran constituido páginas magistrales de antología.

A veces, en la soledad de Chosica o en el íntimo calor de su biblioteca de Lima, tomábamos conciencia de que no siempre estaría entre nosotros. Sentíamos la necesidad imperiosa de aprovechar plenamente su presencia, con las enseñanzas que podía dispensarnos y los invalorables recuerdos que guardaba en su memoria privilegiada. Le hacíamos entonces preguntas de la más variada índole, como hurgando en aquel archivo viviente que una suerte generosa ponía a nuestro alcance por tiempo limitado. A cada pregunta nos gratificaba con una disquisición en la que ponía idéntico entusiasmo y talento del que hubiera exhibido ante una sala colmada de público.

Difícil será encontrar persona alguna capaz de improvisar una conferencia con la erudición, la maestría del lenguaje y el encadenamiento lógico de los argumentos que desplegaba en tales circunstancias. En el calor de la exposición se revelaba como un actor consumado. Tenía un sentido musical o rítmico del discurso que llevaba del “adagio” al “vivace”, acompasando la palabra con movimientos expresivos de las manos.

En ocasiones se lanzaba en una polémica encendida con algún contrincante imaginario. Adquiría entonces una “terribilitá” de gran intensidad dramática y se esforzaba por expresar una determinación implacable de aniquilar al enemigo. Poseído de una santa ira, lanzaba vituperios pintorescos, los que acompañaba con ademanes contundentes. El presunto contrario simbolizaba para él la maldad, el egoísmo, la codicia, la soberbia, la falta de patriotismo, vale decir todos los vicios y defectos que aborrecía.

Aquello hacía pensar en el noble delirio de Cyrano, evocaba los viejos mitos de la eterna lucha entre el bien y el mal, Ormuz y Ahrimán, San Jorge y el dragón.

Pero muy pronto recuperaba la calma, pues pocas personas habrán tenido más fácil la indulgencia y menos vocación para el odio.

Dijimos que en la noche del 16 de diciembre retornó para siempre a la tierra peruana. Si tratáramos de sintetizar su vida; de expresar en pocos conceptos los afanes fundamentales de su existencia, el día siguiente, en que estuvo de cuerpo presente entre nosotros desde la madrugada hasta el anochecer, nos da la respuesta cabal.

De la casa en San Isidro, donde sus familiares y amigos le velaron, pasó al Instituto Riva-Agüero de la Universidad Católica. De allí a la Catedral de Lima. Más tarde al Ministerio de Relaciones Exteriores y, por último, al bucólico cementerio de La Planicie.

Toda su vida está en este postrer itinerario: su amor a Dios, su vocación de maestro y de humanista; su apasionada defensa de los intereses nacionales y su maravillada contemplación de la naturaleza.

Quiso la tarde en su última jornada revestirse de inusitado esplendor. La púrpura y el oro del atardecer eran las únicas pompas que él amaba.

Y ahora ha entrado para siempre en el recuerdo. Su ausencia ha ampliado prodigiosamente nuestra capacidad de evocación y la memoria se niega, entrañamente, a representárnoslo en sus horas graves o solemnes. Más bien lo vemos en sus momentos íntimos, en sus simples quehaceres cotidianos que revelaban la pureza entrañable de una alma infantil.

Le recuerdo en la soleada calleja de Chosica, volando cometas con sus nietos, ante el asombro de los vecinos que contemplaban su figura patricia compartiendo la ruidosa alegría de los niños.

Le veo en su departamento de Nueva York, a la hora gozosa del desayuno que gustaba de preparar él mismo, haciendo el elogio de la toronja a la que atribuía misteriosas virtudes taumatúrgicas.

Se me aparece en la playa sonora de Guañape, bañado en la luz crepuscular que tanto amaba, desarrollando su teoría del contorno y del confín.

Le recuerdo, nuevamente, por las claras mañanas de Chosica, discutiendo animadamente con las fruteras, en el mercado con sabor aldeano donde solía hacer compras para la casa.

Le veo, finalmente, cruzar el gran parque solitario y escucho el golpe acompasado de su bastón sobre las lajas del jardín familiar al regresar de misa, en actitud meditativa, bajo el recogimiento de la noche estrellada.

Ahora que su ausencia se eterniza, qué tristeza nos da la carta que no le enviamos, el abrazo que no le dimos, la pregunta que no llegamos a formularle, la visita que no le hicimos, el pequeño disgusto que le dimos y la noche aquella que le dejamos solo, a él que no podía vivir sin sentirse rodeado de calor humano.

Durante los últimos años le preocupaba, en veces hasta la obsesión, una teoría suya sobre la trascendencia. Decía que éste sería el tema de su último libro y a menudo se explayaba fervorosamente sobre tal proyecto. Citaba a El greco como el pintor que mejor expresaba en sus lienzos la agonía trascendental y le angustiaba el implacable transcurrir del tiempo ante la obra inconclusa.

Si trascender es dejar detrás de sí el ejemplo luminoso de una vida intachable y fecunda en el esfuerzo creador. Si trascender es haber perseguido sin desmayo ideales de justicia y fraternidad entre los hombres. Si trascender es haber dejado su nombre grabado para siempre en el corazón de sus compatriotas, entonces, maestro bueno y querido amigo inolvidable, aquel libro está escrito y su obra está completa.


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