jueves, 7 de octubre de 2010

¡CUÁNTO LO SIENTO, MAESTRO!

Por LUIS FELIPE ANGELL

De Correo, 15 de Diciembre de 1966

Lo imagino dormitando su muerte con la misma placidez que le reflejaba el rostro cuando, entre los discursos interminables y el aire caliente de los salones herméticos, cedía a la fatiga su atinada vigilia de hombre inteligente y navegaba una siesta, imperceptible tras el rostro senatorial y el adusto gesto acumulado en los dos informes bosques de sus cejas.

Imagino su dinámico brazo pedagógico, muerto con él al movimiento y al trazo de invisibles argumentos en el aire; batuta del índice arrugado con que dirigía la amena partitura de su conversación, torrencial y magnífica; mano cordial la suya, que transmitía, en el saludo o la palmada, un oportuno poco de su optimismo y de su humana cordialidad.
La noticia de su muerte me lo llena de vida en el recuerdo y encadena, caprichosamente, uno con otro, los heterogéneos episodios que a lo largo de varios años me tocó vivir a su lado. Desde que me nombró su “cuasi-secretario” en la Universidad Católica hasta que nos vimos, por última vez, hace poco tiempo, en una calle de Lima. Fui su Secretario Privado –yo tenía 23 años- en la Cancillería y me llevó a las Naciones Unidas, como Secretario de la Delegación del Perú, para que “aprendiera cuál es la forma correcta de no pronunciar un discurso”.

Hablar de su inteligencia es caer, ya –ahora más que nunca- en un lugar común. Era deslumbrante, de una formidable capacidad mímica para reforzar el argumento o robustecer la anécdota. Su memoria electrónica escapa a toda ponderación y todavía recuerdo el impacto que hizo en el canciller colombiano Zuleta Angel, cuando le ganó una discusión jurídica citándole –de memoria y al pie de la letra- párrafos interminables de la Constitución vecina. ¿Qué cosa, en el orden formal del conocimiento, la experiencia, la calidad y su trascendencia en el alto plano cultural de nuestro país, quedará sin señalarse, ahora cuando se ha inscrito en la muerte y comienza a cobrar formas en el bronce?

A mí, cuando muchacho, recién iniciándome en la carrera diplomática, me tocó recoger aspectos de su vida personal y propia, donde pude conocerlo más allá de la periferia absolutista y egocéntrica de su carácter. Tenía un formidable sentido del humor, una gran capacidad para comprender las fallas ajenas y un amor a la vida que trascendía la suya propia y llegaba hasta las más increíbles preocupaciones. Recuerdo particularmente una noche de invierno, en Nueva York. Un diálogo de esa tarde con Vishinsky, Presidente de la Delegación Soviética, lo había mortificado al extremo de llamarme para que lo acompañara a “dar una vuelta”. Recorrimos diez o doce cuadras de la Quinta Avenida y regresábamos por Park Avenue, hacia el Hotel Ambassador, en que se alojaba, cuando encontrábamos una paloma con el ala rota. Ya han pasado diecisiete años pero todavía ahora, mientras escribo estas líneas (pocos minutos después de conocer su muerte) lo estoy viendo quitarse la bufanda, envolver con ella al animalito y entrar en el hotel preguntando por una clínica veterinaria, para llevarlo.

Ya era entonces un hombre maduro y casi viejo, pero ahora lo recuerdo curiosamente moteado de gestos infantiles. Tenía la poco frecuente habilidad del diálogo polifacético, que lo hacía atractivo y ameno interlocutor para todo el mundo. A veces sugería, con la cordial o inteligente presencia de Manuel Félix Maúrtua, que tomáramos un “milkshake”, puntualizando que él no tomaría de chocolate… Cierta vez lo vi enfrascarse en una larga discusión sobre las ardillas con un niño de diez años, al que dejó deslumbrado, un poco por sus conocimientos sobre el tema y otro poco por la forma tan particular que tenía de hablar inglés.

En las Naciones Unidas se le estimaba y consideraba con gran afecto. Hasta su viejo problema con Vishinsky, cuya trascendencia y violencia alcanzó las primeras páginas de los diarios, culminó en un almuerzo al que me cupo asistir y donde el enigmático embajador soviético terminó abrazándolo y ofreciéndole su amistad. Es muy difícil y hasta innecesario juzgarlo a través de una luz imparcial, porque él dejaba una huella cordial y grata por donde pasaba. Tenía, como dijo alguna vez el embajador Luis Fernán Cisneros, que estaba con nosotros, “material para diez conversaciones simultáneas”. Yo diría que, además, era un hombre profundamente bueno y en el calificado sentido de la palabra. Oficialmente, ha muerto uno de los más brillantes internacionalistas del Perú y de América. La noticia dará la vuelta al mundo por los grandes valores propios que con él mueren. Perdemos un hombre muy valioso, un patriarca de la diplomacia, un ex Ministro y un ex Presidente de las Naciones Unidas. Es cierto que su fallecimiento representa una pérdida al país en diversos campos pero fundamentalmente, en lo que atañe al derecho internacional.

Pero en lo atañente al pequeño grupo de estudiantes que lo acompañó desde la Universidad Católica hasta la Cancillería; de ese pequeño grupo en el que sembró raíces hondas de afecto y admiración, y del que fue –al mismo tiempo- un amigo, un profesor y, en cierto modo un padre, su desaparición se envuelve en un halo de pesada nostalgia y la profunda huella que su personalidad y sus enseñanzas dejaron en nosotros, cobra vida en este recuerdo cálido con que se inaugura su muerte.

¡Cuánto lo siento, Maestro…!

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